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El neotrastamarismo

He aludido en otro artículo a las «mercedes enriqueñas». Todo el mundo debe saber lo que fueron, aunque es una pena que las investigaciones llevadas a cabo sobre la hacienda de los Trastámara por el maestro Carande se perdieron durante la guerra, en una destrucción de papeles de las que eran frecuentes entonces. Desde que la guerra terminó, hasta hace poco, se concedieron más privilegios y se establecieron más desigualdades económicas, graciosamente concedidas a una velocidad mayor que nunca. Los que protestan de que pueda haber leyes propias en las distintas tierras peninsulares no sólo no han protestado, sino que se han beneficiado de tales privilegios y mercedes. El fuero malo lo han tenido familias, linajes y grupos a su exclusivo servicio. Fuero industrial o comercial, otorgado por quien podía y recibido sin el menor respeto a los intereses de la colectividad. Si este era un resultado de la ideología unificadora, he de confesar que no entiendo por qué proceso mental lo podría ser. En los tiempos de los privilegiados cercanos y de su sistematización pensaba que, a poco que pasáramos más adelante, íbamos a constituir un país como el descrito por Samuel Butler en su más famosa obra: país en el que la constitución era tan peregrina, que al que cometía robos y otras fechorías similares se le cuidaba y atendía como a un enfermo, pero al que se ponía malo se le castigaba con cárceles y otras penas, por molesto y perjudicial. El pueblo de Vizcaya y Guipúzcoa, que vio suprimidos los conciertos económicos (dejemos estatutos aparte), se encontró, en cambio, dentro de la corriente del día, en esto de verse sobrecargado por el peso de las mercedes concedidas al nuevo feudalismo industrial. Neotrastamarismo podríamos clamarle, por lo que tiene de solución unilateral de una guerra fratricida y por lo que representa tanto como muestra de debilidad institucional como de capricho individual. «Enrique el de las mercedes» quedó durante mucho como un símbolo. Grandes linajes crecieron al calor de sus concesiones y llevaron a Castilla a una situación terrible, que culminó en tiempo de Enrique IV, impotente o no. Lo malo es que los títulos antiguos hacían, de vez en cuando, un hermoso castillo y más tarde algún palacio agradable a la vista del viajero romántico, mientras que los posibles títulos modernos han llenado de chimeneas, humos, corrientes malolientes, bloques inmundos y otras amenidades, países que estaban ya muy poblados y que nos seguimos empeñando en decir que tienen un «nivel de vida» superior al del resto de España. Esto es así, según el criterio de muchos; pero el que viva en algunos pueblos de Guipúzcoa o Vizcaya, para gozar de este «nivel de vida» tendría que ponerse una pinza en la nariz, taparse los oídos con algodón y usar gafas negras: para no oler, oír ni ver. Quedan como sentidos triunfantes los del tacto y el gusto: los menos «socializables» de todos y los que a los apartados ya de lozanías y carnalidades o con cierta debilidad del aparato digestivo les pueden decir menos en la vida; aunque ver en playas y siberias unas nalgas, mamas, muslos, espaldas y otras interioridades en serie no es plato de gusto para nadie. De esto de los cinco sentidos y la política podría ocuparse uno otra vez. Ahora hay que seguir adelante con la teoría del fuero malo. Lo de menos es que haya títulos, como los que fácilmente pueden recordarse pensando en una baronesa de la Pife, un duque del Superfosfato (o de los Electrodomesticos de Caquisa, Putisa, Tontisa, etcétera). Lo de más es que se haya dicho que un infame amontonamiento de ladrillos, cementos y vigas es la consecuencia lógica del «progreso», por ley inexorable e irreversible y que los horrores hechos en Inglaterra en tiempos de la reina Victoria o en Berlín y otras ciudades alemanas en los de Bismarck, tras la guerra franco-prusiana, se hayan repetido, corregidos y aumentados, en el Bilbao de 1965 o en los pueblos de sus alrededores. También en el resto del país. Las aglomeraciones que dan 12.000 habitantes por kilómetro cuadrado a Sestao, las que dan ocho o 9.000 a otros núcleos, dejan chiquitas a las que se hicieron en Berlín, en lo que se llamó «Grunderzeit». Lo que pasa es que en Alemania ya se sabe, desde antiguo, qué resultados sociales y aun sicopatológicos ha dado la especulación febril producida después de la guerra victoriosa, Ernst Erich North, en sus memorias y en una novela (Die Mietskaserne), ha contado algunas consecuencias de la concepción miserabilísima de los que construyen esta especie de ghettos que, además, tienen el valor de decir: «¿Es que yo con mi dinero no voy a hacer lo que me dé la gana?» Porque lo peor que puede tener el liberalismo, que es un lado económico, es lo que no se ha discutido nunca entre las gentes antiliberales que han dado la nota de 1950 ó 1960 acá.A comienzos del siglo XIX Bilbao, con toda su tradición naviera y siderúrgica, con su flamante Consulado, etcétera, era una villa con poco más de 8.000 habitantes. A comienzos del siglo XX, en 1910, tenía 93.536. Hemos conocido un Bilbao con 150.000 ó 200.000. Ahora sabemos que el núcleo urbano que constituye el «Gran Bilbao» tiene más de 800.000. ¡Qué hermosura, qué progreso! No: ¡qué especulación y qué gran ceguera!

En otra escala encontramos casos parecidos en el país, de suerte que a unos kilómetros de las concentraciones de población míseras que se han hecho en Pamplona, Vitoria y otras capitales, hay despoblados increíbles: ruinas de torres góticas, castillos, caserones del siglo XVIII, casas preciosas. Pero, claro es: ¿cómo se puede vivir en esos sitios? Menos mal que esta gente especuladora dice que es conservadora, porque si no lo hubiera sido hubiera vendido la catedral de Burgos. Menos mal que se proclaman cristianos, porque de no serlo hubieran practicado la antropofagia y se hubieran comido a su padre en almodrote. Pero lo que han hecho ahí está. Dentro de poco, desde Bayonne, al otro lado de la frontera, a Castro Urdiales, fuera de Vizcaya, habrá un caparazón urbano, rodeado de montes deshabitados y zonas abandonadas. Pero no movemos las instituciones. Dejémoslo todo igual: por pereza, por prudencia, por maquiavelismo. Tres conceptos que se unen de modo extraño en algunas cabezas de grillo.

¿Qué necesidad de Universidad tiene un país con más de quinientos habitantes Por kilómetro cuadrado? Dejemos los distritos universitarios como están: en Valladolid o Zaragoza. Dejemos los distritos militares y las audiencias territoriales como en tiempos de doña Isabel Il. En esto la Iglesia ha tenido mayor compensación e inteligencia. ¡Pero qué bien suena aún en algunos oídos lo de «Capitán General de Castilla la Vieja»! ¡Qué majestuoso es el concepto de «Audiencia Territorial de Burgos»! ¡Y qué tensiones han producido! Bien: para los vascos, ¿qué? Si son buenos, algunas mercedes. Mercedes enriqueñas. Nada de reformas generales ni estatutos. Pero en nombre del delegado político de Dios sobre la Tierra se pueden dar los títulos de conde de los Detritus del Oria o de los Bloques Obreros de Recaldeberri Ocharcoaga. Los dineros no huelen, pero sería conveniente que los títulos aludieran a olores, visiones y andiciones, y que no sólo el rey don Enrique pasara a la historia como «don Enrique el de las mercedes».

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