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La Iglesia y la escuela

En la última sesión plenaria de la Conferencia Episcopal Española se ha tratado por extenso el espinoso problema religión -escuela. El documento emanado del alto organismo eclesiástico tiene, sin duda, apreciables aciertos y notorios avances con respecto a posiciones dé autodefensa y de involución, típicas de épocas anteriores. Pero a la hora de dar soluciones concretas parece que no se logra hallar el eslabón perdido que vincule la robusta mayor del silogismo con las conclusiones que se proponen a corto plazo.En efecto, el documento reconoce verdades como puños: que no existe de hecho escuela neutra, ya que es inevitable la coloración de la enseñanza en un sentido o en otro; que los padres tienen derecho a escoger el tipo de educación que mejor estimen para sus hijos; que la educación en la fe no puede separarse de la educación como tal; que no corresponde al Estado, y menos cuando se asienta sobre bases democráticas, fijar por cuenta propia o por criterio alternante de sus equipos de gobierno el modelo educativo que ha de inspirar el sistema de enseñanza, etcétera. Todo esto es indiscutible. Pero, con todo el respeto que nos merece tan autorizado documento, creo que es necesario levantar en tomo a él algunos interrogantes, que son fundamentalmente de índole religiosa.

El documento pide que la enseñanza religiosa en los centros del Estado «forme parte de los planes de estudio de los niveles educativos correspondientes a niños y adolescentes, ya que privar a la enseñanza religiosa del carácter académico la conduce sin remedio a una yuxtaposición y consideración de añadido dentro de la escuela»; que «la enseñanza de la religión católica se imparta de conformidad con la doctrina de la Iglesia, respetuosa de la libertad y del proceso de maduración del alumno, pero sin reducirla a una mera información descriptiva del fenómeno religioso»; y, sobre todo, «que se ofrezca a todos los alumnos, considerando eximidos de la misma a los alumnos no católicos y a aquellos alumnos católicos cuyos padres decidan renunciar a la enseñanza religiosa en el ámbito escolar».

Ahora bien, esta manera de proponer soluciones crea nuevas dificultades, acumulando las antiguas. Efectivamente, no podemos negar que los cristianos hemos faltado a la libertad de la predicación evangélica y hemos reducido el Evangelio a una asignatura más, que había que aprender, como la historia, las matemáticas, la literatura. Esto, a más de ser una traición a la libertad evangélica, ha constituido el punto de arranque para muchas apostasías: o sea, cuando el niño, al convertirse en mayor, se da cuenta de la trampa (a saber, que el Evangelio es irreductible a una asignatura), entonces deja de creer. En otras palabras: al niño y al adolescente no le habíamos creado el espacio suficientemente opcional para que libremente aceptaran o no el mensaje cristiano. Así se explica que nuestras clases de religión y nuestros mismos colegios. católicos se hayan convertido en incubadoras de atelimo y de agonosticismo, cuando no de rechazo agresivo contra todo lo religioso.

La misión de la Iglesia no es la Iglesia

Para comprender mejor todo esto, es necesario recordar que Jesús fundó la Iglesia únicamente como instrumento en función del Reino de Dios, frase con la cual el Nuevo Testamento quiere aludir al mensaje de liberación total y plena del Evangelio. Y esto es lo que echo en falta en el documento episcopal: hay demasiada obsesión por los derechos de la Iglesia, y no se alude a la gran obligación de la Iglesia, que es precisamente sumergirse en el mundo para ayudarlo a liberarse de todo tipo de alienaciones. A un cristiano lo que más le debería interesar es que en la sociedad en la que vive exista una escuela donde se imparta un tipo de enseñanza auténticamente liberadora; y para conseguir esto debería emplear toda su fuerza y todo su prestigio.

Ahora bien, si la Iglesia sigue exigiendo ciertas parcelas de privilegio ideológico (ya que no es posible el monopolio ideológico) en el propio ámbito e scolar, mal podrá ser realmente creíble cuando critique la intromisión de otro tipo de ideología coin idénticas pretensiones de monopolio o, al menos, de privilegio ideológico. Hay que situarse fuera del propio campo escolar para tener la libertad suficiente en la lucha contra todo intento de ideologizar la escuela. Además, no hay que olvidar que el Poder (de cualquier color que sea) no concede gratis nada. Quiero decir que la concesión de academicidad para la enseñanza religiosa llevará indudablemente consigo el chantaje, más o menos implícito, de adecuación de aquélla al dogma oficial de turno.

Finalmente, partiendo de la mini-experiencia de los cinco años de la II República Española, podemos decir, los que de alguna manera participamos en aquella experiencia, que la separación de los espacios (escolar y catequético) tuvo consecuencias muy favorables para el cristianismo y la evangelización. Naturalmente, el grado de preparación de los católicos de entonces era muy inferior al de los de ahora: esto nos daría garantías de que la repetición de aquella experiencia tendría resultados muy superiores a los de entonces. Piénsese que de las catequesis parroquiales de la II República salieron los dirigentes de la Acción Católica, y que de éstos emergieron posteriormente los movimientos especializados (HOAC, JOC, etcétera), los cuales, a su vez, han constituido la infraestructura del progresismo católico de nuestros días potenciados por la realidad del Concilio Vaticano 11. O sea, que la vitalidad actual de la Iglesia española se debe más bien a las experiencias catequéticas extraescolares que a los largos años de privilegio y de monopolio ideológico en las escuelas. Estos últimos, como he dicho, han sido más bien los grandes estimulantes del ateísmo y del agnosticismo que muchos contemplan con horror, sin darse cuenta de haber sido ellos mismos directos responsables de su aparición en nuestro país.

La tradición cristiana ha comparado frecuentemente a la Iglesia con una frágil barca que se debate en un mar proceloso. Por eso, es aplicable a esta situación la recriminación de Jesús cuando, yendo dormido en la barca con sus discípulos, éstos le despertaron ante el miedo de hundirse: «¿Por qué sois tan cobardes, gente de poca fe?». El adjetivo griego oligópistos define muy bien a esas iglesias cobardes que siempre acuden edípicamente a papá Estado para que les resuelva los problemas de evangelización.

¿Habrá superado nuestra Iglesia española esa grave enfermedad de la oligopistía, de la que no se libraron ni los mismos apóstoles y discípulos directos de Jesús?

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