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El final de una guerra

Juan Luis Cebrián

En el colegio del Pilar de Madrid, centro de formación de la élite bien pensante española de nuestro siglo, hay una lápida -la había, por lo menos- donde, en bronce sobre mármol, se recuerda la memoria de los gloriosos caídos por Dios y por España. Siempre me impresionó, en mis años de bachiller, aquella larga lista con nombres de profesores y alumnos de los marianistas muertos durante la guerra civil por la causa finalmente vencedora. Para mí resultaba un lacerante símbolo de la división de los españoles. Las víctimas en las guerras civiles no se deben exaltar por ninguno de los dos bandos, ni mucho menos por el victorioso, en menosprecio de quienes fueron derrotados. Lo contrario equivale a perpetuar el espíritu del fraticidio. El pasado fin de semana, la lectura de algunos periódicos nos sumergió otra vez en el túnel del tiempo. Largas nóminas de víctimas del terror rojo ocupaban las páginas de un rotativo, y en otro, de gran solera y tradición, un ilustre apellido incomodaba al lector con sus incitaciones a la resurrección del pasado. Tales comentarios se sucedían con motivo de la presencia en España de Santiago Carrillo, secretario general del PCE, y al que algunos acusan como responsable de los crímenes de Paracuellos del Jarama, donde fueron asesinados varios miles de presos políticos en 1936. Yo no voy a terciar en esa polémica cruel sobre quién asesinó más en aquellos años. Se asesinó y basta. Y no nos duelen a los españoles de hoy más los crímenes de un bando que los de otro. Nos duele, en cambio, y nos asombra contemplar que hubo toda una generación de entre los nuestros que decidió matarse entre sí como vía increíble de solución a sus problemas. Para luego apenas solucionar nada.Durante casi medio siglo los españoles hemos sido educados en una especie de odio a veces irreconocible por lo sutil de su expresión. De manera consciente y con el amparo de la bendición eclesial, se exaltó entre nosotros la victoria armada de unos ciudadanos sobre otros. Hasta hace sólo un par de años los medios de comunicación oficial han machacado sobre nuestras cabezas la única realidad tangible: que el Poder de Franco también se basaba en el derecho de conquista y no era otro que el del vencedor de una contienda que acabó siendo permanente. Y que ésta amenaza con perpetuarse en las conciencias si no somos capaces de asumir un conocimiento no parcial -y parcial ha sido toda la propaganda del régimen al respecto- sobre lo sucedido.

La guerra civil fue un mal, y sus frutos fueron malos. La guerra, por eso, no acabó en 1939, y no lo hizo siquiera en 1976. Cada vez que el Rey o el Gobierno dan un paso hacia la reconciliación deseada hay alguien que saca Paracuellos, Guernica, las tapias del cementerio del Este, Grimau, Carrero, la calle del Correo, Montejurra... Pasionalmente cada español trata entonces de disculpar o de explicar, según su particular ideología los más estúpidos y vergonzantes crímenes. Aquí siempre nos matamos en nombre de algún ideal, y está por ver quién dice lo contrario. Justamente lo que se trata de demostrar hoy es que hay una gran mayoría de españoles cuyo solo ideal consiste en no matar bajo ningún pretexto. En una palabra: que son posibles soluciones pacíficas a nuestros problemas y que sólo sobre la superación del pasado, de todos los pasados es pensable construir el presente. Demostrar la solidaridad civil contra la violencia, sea del signo que sea, es una necesidad imperiosa.

Ni un solo paso de todo el proceso político español de 1976 resulta entendible si no se asume esta cuestión: el permanente -¿habría que decir inmanente? clima de guerra civil en que vive aún nuestro país. Contribuyen además a mantenerlo quienes reclaman la legitimidad del Estado del 18 de julio como quienes exhiben la de los estatutos de autonomía de la República o los títulos de propiedad anteriores a aquellos años. Parecen ignorar que lo que se trata de construir es una legalidad nueva y constituyente y que son los representantes libremente elegidos por el pueblo quienes deben estar llamados a decidir sobre ella. No se trata de «partir de cero». porque un país no debe negar nunca su e historia. Pero es preciso reconocer que Franco no legó nada válido institucionalmente, y que si esto no ha pegado un estallido se debe al buen sentido de las gentes, la moderación de los grupos de Oposición democrática y la gestión del Monarca y del presidente Suárez. Ni una sola de las llamadas instituciones franquistas conservan virtualidad ni sentido una vez muerto el dictador. Y hasta que no se cree un sistema sólido la fragilidad de la Corona y de la situación seguirán siendo preocupantes.

En este punto las tesis rupturistas de la Oposición estaban bien planteadas, aunque mal enunciadas. Sólo cuestiones pragmáticas o tácticas aconsejaban la vía reformista desde el Poder. Pero reforma y ruptura debían y deben tener un mismo objetivo: la democracia. Por eso, cuando el Gobierno Suárez aceptó algunos de los postulados básicos de la Oposición, ensayando una especie de ruptura desde el Poder, los partidos democráticos quedaron bastante descolocados. Habían empleado su tiempo en reclamar las libertades, pero no en organizar una alternativa válida para cuando las libertades llegaran. En definitiva el Gobierno parece hoy muy consciente de cuál es el fondo del problema: o aquí se construye un régimen nuevo, basado en principios tan dispares y contradictorios con los postulados franquistas que es imposible admitirlo como una reforma de lo que existía u otros lo construirán por él. La actual situación de interinidad en la que el país permanece no es prolongable por mucho más tiempo.

Estas consideraciones nos retrotraen así al espíritu de guerra civil que sectores de la vida española tratan de mantener todavía entre nosotros: a las listas de mártires de ambos bandos, y a las amenazas de revisión de responsabilidades. Es imposible construir una democracia pacífica basada en el rencor la revancha o la prepotencia. Sólo un país que conozca su pasado y decida superarlo puede emprender la aventura de una nueva constitución. Por eso tienen razón quienes reclaman la amnistía total. La amnistía es el fin de la guerra civil. Sólo con un total olvido objetivo de los temas que nos dividieron sangrientamente podrán los españoles construir su nueva paz civil. No se trata de reparar hipotéticos errores de la justicia, sino de ejercitar el mutuo perdón humano. Por eso las discusiones particularizadas sobre los beneficiarios de la amnistía carecen de entidad a la hora de decidir sobre el tema. Este es un asunto constituyente e histórico. La justicia ya cumplió su cometido. Hoy toca enterrar definitivamente nuestras diferencias.

Que no quede en el papel de nuestros periódicos más lista política que las electorales, para que nadie pueda acusar a la democracia de nacer viciada por las heridas, del pasado. Y que se acepte por todos la nueva legalidad.

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