Otras uvas
La lectura por el mero placer de la taquicardia contradice la verborrea necia y la estulticia de todo imbécil que promulga la lectura como adoctrinamiento
Para quien tenga como propósito sucumbir al imperio de la mentira, del simulacro e improvisación que dictan estos tiempos tan mancillados por la mediocridad funcional y las imposturas, sugiero tengan a bien añadir cianuro en las gordas uvas que sobraron de la cena de AñoViejo y se abstengan de leer las siguientes líneas.
Júbilo y resiliencia (palabra ajena al Pendex de Palenque) para todas las almas buenas que no sólo se proponen vencer el tedio y la tómbola judicial de este México de caricatura y optan por vivir los primeros días del año XXV con la lectura de Navidad en las montañas de Ignacio Manuel Altamirano, que siendo un diálogo encendido entre bandos divergentes del siglo XIX podría adaptarse al enrevesado escenario inconcebible de la pólvora y polvorienta guerra civil de Sinaloa, la negación de la definición de terrorismo y el pusilánime nerviosismo ante la debida alquimia que se precisa para la cocción del fentanilo.
Sugiero también seguir con un ánimo decimonónico y febril con la lectura de The Chimes (o Las campanadas) de Charles Dickens, publicada en Londres al año del éxito en la librería Hatchard’s de A Christmas Carol, donde el genio de Pickwick vuelve a revelar no sólo la moraleja de un personaje llamado Toby, sino el azorado rostro de quien lo lea. Una vez más, la tinta confirma que uno y cada uno de nosotros vale más que las huecas biografías de los asesinos y mentirosos, sicarios y secretarios que han de temblar al saborear la merecida cicuta con la que podrían expiar los indecibles gazapos y crímenes con los que han desmadrado a sus paisajes y parientes circundantes.
Sugiero entonces conocer en lectura al Misterioso Sr. Quin, joya maravillosa de Agatha Christie. En esta novela de año nuevo, la gran Dama del Crimen a simple vista nos lleva a una reunión de fin de año en la campiña en una casona previamente habitada por el Sr. Derek Capel. Hacía una década que Capel se suicidó en el predio de su propiedad y los invitados evitan hablar de la desgracia, aunque hay cuatro gentlemen necios -los señores Satterthwaite, Conway, Portal y Eversham- que se retiran a la biblioteca de la mansión a seguir escudriñando el misterio del suicidio de Derek Capel al calor de la chimenea, entre maravillosos muros empastados en cuero con títulos de la gran literatura universal y cuatro vasos bajos para esa bebida que decía G.K. Chesterton que si se hubiera destilado para consumo con hielos, Escocia estaría flotando en un meridiano más apegado al Polo Norte.
Se espesa la trama o the plot thickens cuando llega inesperadamente Mr. Harley Quin, con tres toques contundentes en el portón. El visitante es un elegante y enigmático viajero que informa sobre la descompostura de su vehículo, solicitando refugio del frío y de la nieve mientras llegue el mecánico con el antídoto para su máquina. El hombre conoció bien al suicida Derek Capel y allí empieza a enchinarse la piel y entre las sábanas parece filtrarse la hipnótica nota prolongada de un violoncello y revolotean las sombras; todo parece ponerse color de hormiga, pero es entonces cuando una vez más la lectura por el mero placer de la taquicardia contradice la verborrea necia y la estulticia de todo imbécil que promulga la lectura como adoctrinamiento y la medianía engañosa del orgullo jodido por cegar las alas de quienes aspiran a elevarse cada año nuevo y cada nuevo día hacia el ligero y elevadísimo placer de leer… para alejarnos de tanto ruido ruin en el estercolero envolvente que rodea al viñedo, de donde tomamos las otras uvas limpias como lágrimas.
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