Bañarse en el champán de la Juve
Como en el 98, cuando nació el Madrid moderno, en color, los italianos son el último muro antes de subir un peldaño, esta vez enlazar dos Champions
La noche de 1998 en que el Real Madrid ganó por fin su séptima Copa de Europa, se juntaron veinte o treinta tipos en un parque con nombre japonés que había debajo de nuestro piso de estudiantes. El parque tenía en el centro un laguito con unos chorros. Cuando llegamos siguiendo el jolgorio, aún no se habían echado al agua. La miraban con tal desconcierto, que podía pensarse que se habían encontrado el lago congelado pese a que estábamos en mayo. Acababan de ganar una Copa de Europa y no sabían qué hacer con ella. Ninguno había nacido la última vez.
Entonces apareció el decano de mi facultad, y creo recordar un leve reverdecer del entusiasmo. Alguno amagó incluso con sacarse la camiseta. Pero el hombre había comenzado a repartir abrazos y aquello les concedió la excusa definitiva para permanecer en tierra firme. Cuando llegó a mi altura, le dije algo como "vaya, por fin, no, después de treinta años". Treinta años me parecía lo adecuado para hablar de una eternidad. Pero él me corrigió al instante: "Treinta y dos, han sido treinta y dos", algo que dijo con un punto de orgullo.
Entonces yo sabía perfectamente que habían pasado 32 años desde la Copa de Europa del 66, pero había preferido el indeterminado por un par de razones. Primera, por no parecer el listillo que busca una matrícula en una borrachera de entusiasmo. También por no molestar. La precisión es a veces como meterle a alguien el dedo en el ojo mientras se chilla "mimimi" en falsete. Pero para el madridista antiguo, del que allí no había más ejemplares que él, los 32 años de espera no suponían solo el tamaño de la desesperación que había arrastrado, sino la medida de la hazaña. Después de ganar las cinco primeras ediciones de manera consecutiva, y una sexta poco después, la única forma de encontrar de nuevo la chispa en lo rutinario era lograr que volviera a parecer imposible. No como si el Madrid fuera de repente un cualquiera, sino como si el Madrid estuviera maldito.
Aquella noche en Ámsterdam nació el Madrid moderno, en color, pero en nuestro parque pamplonés sólo el decano parecía capaz de medir el salto, cuyas dimensiones venían determinadas por los 32 años y la identidad del rival. La Juventus era otro miembro de la realeza europea, campeón dos años antes, y de acuerdo a su jerarquía, el único de los finalistas que había llevado champán a Ámsterdam para celebrar el triunfo. Cuando Lippi vio que los madridistas andaban tirándose agua en el vestuario, les envió sus botellas. Bañado en el champán de la Juve, ungido con el jugo de un rival de tronío, el Madrid tomó carrerilla y sumó otras dos Champions (2000 y 2002), hasta que, de tan moderno que se creía haber vuelto, Vicente del Bosque se le hizo antiguo y lo arrumbó en el desguace del fútbol, desde donde ganó luego un Mundial y una Eurocopa.
Aquella de 1998 fue la última vez que el Madrid superó a la Juventus, tope ocasional de su leyenda europea. Después los juventinos los eliminaron en las semifinales de 2003, en los octavos de 2005 y en las semifinales de 2015. Hasta este sábado en Cardiff, de nuevo una final, en circunstancias mucho menos angustiosas para los blancos, y algo más para los italianos, que no ganan desde hace 21 años, tiempo en el que han perdido cuatro finales. Para el Madrid, como en el 98, la Juve es de nuevo el último muro antes de subir otro peldaño y alcanzar algo que ningún otro equipo ha logrado aún (enlazar dos Champions de la nueva era), y por otro repetir algo remoto, un doblete, de cuya última vez, 1958, no hace décadas, sino 59 años. Esta vez, sí, dicho con total precisión.
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