La gloria de Maradona, el lastre de Messi
Fue el partido de los partidos, la bomba atómica de los goles, la noche en la que el astro argentino se convirtió en estampita
Hace hoy 30 años, el domingo 22 de junio de 1986, EL PAÍS tituló uno de los artículos de sus enviados especiales al Mundial de México con toda la falta de corrección política que merecen las grandes fechas: "Inglaterra-Argentina, la guerra de las Malvinas en versión futbolística". Hace un par de meses, en los especiales publicados por elpais.com para celebrar los 40 años del diario, aquel Argentina 2-Inglaterra 1 encabezó una antología de los 40 partidos históricos jugados en este lapso. Difícil objetar la elección: si no hubiese existido, a ese partido habría que haberlo inventado (aunque habría sido necesaria una imaginación lisérgica).
Argentina-Inglaterra es un partido cuyo guion, de tan inverosímil, sería rechazado en un concurso de ficción futbolera. Pero ocurrió de verdad. Así como Javier Cercas primero intentó escribir una novela del Tejerazo, el fallido golpe de Estado que sacudió España en 1981, hasta que concluyó que nada tendría más fuerza que reconstruir los hechos tal como habían sido (y así escribió su genial “Anatomía de un Instante”), el 22 de junio de 1986 es un aleph del fútbol que lo tuvo todo: el macho alfa de los goles y el más ilegítimo, la deificación de un futbolista en un puñado de minutos, el trasfondo de las llagas de una guerra todavía abiertas y el contexto deportivo perfecto: los cuartos de final de una Copa del Mundo.
Cuatro años atrás, en 1982, los dos países se habían enfrentado en una guerra absurda que produjo la muerte de 649 argentinos, la mayoría de menos de 20 años, y más de 1.082 heridos (y cerca de 500 suicidios después del regreso al continente). Pero Argentina e Inglaterra eran, además, dos selecciones que desde la época del fútbol en blanco y negro se miraban de reojo. De un lado, los animals (los argentinos “sucios y tramposos”, según la mirada de los ingleses). Del otro, los piratas (los ingleses colonialistas, según la visión –no sólo- de los argentinos). Los grandes odios también son innovadores: las tarjetas amarillas y rojas que hoy se utilizan desde la final de la Champions League hasta la Segunda División de Indonesia nacieron a partir de un Inglaterra-Argentina, el del Mundial 66, cuando un árbitro alemán parecido a Benny Hill se apresuró al expulsar al capitán argentino.
"Maradona surcó el césped: 52 metros, 44 pasos, 10,6 segundos, 12 toques con la pierna izquierda, 5 ingleses eliminados en una persecución autodestructiva"
En los días previos al 22 de junio de 1986, un grupo de legisladores argentinos tomó la palabra en el Congreso y propuso que la selección argentina regresara a Buenos Aires. O sea, que el partido no se jugara. Los congresales argumentaban que no se debía entrelazar ninguna relación con los ingleses, ni siquiera una deportiva. El gobierno de Raúl Alfonsín se negó al pedido y garantizó que la selección jugaría el partido, aunque tampoco tenía derecho a escandalizarse: dos años atrás, en 1984, había recurrido al mismo argumento para sugerirle a Independiente que no viajara a Japón para enfrentarse al Liverpool, en el primer partido entre clubes ingleses y argentinos después de la guerra.
A la concentración de la selección argentina, en México, llegaron telegramas de ex combatientes. “Nos decían ‘Fuerza’, ‘Demuestren lo que es Argentina’, ‘Argentina está viva’ o ‘Somos mejores que ellos’. Eso te daba fuerza”, recuerdan algunos de los sherpas de Diego Maradona. La contaminación que emanaba desde Malvinas también llegó al seleccionado inglés: ya en el vestuario del Azteca, minutos antes del partido, el técnico Bobby Robson les contó a los jugadores que había recibido mensajes de la Reina Isabel II y de la primera ministra, Margaret Thatcher. Y que, según recuerda uno de sus jugadores, el entrenador les transfirió cómo “Thatcher dijo que ya habíamos ganado una guerra y que ahora que podíamos ganar otra”.
No fue todo antes del partido: también el ministro de Deportes del Reino Unido entró al vestuario del Azteca para recitarles a sus jugadores una serie de instructivos de qué podían hacer y qué no dentro de la cancha. Incluso la venta de entradas estuvo intoxicada: tres días antes del partido, en un diario mexicano, Excélsior, se publicó un aviso a dos columnas: “No se pierda el domingo 22 la segunda versión de la guerra de las Malvinas. En el Azteca, Argentina vs Inglaterra. Venta de entradas en Niza 22, primer piso, Zona Rosa, DF”.
El partido fue limpio entre los jugadores (sólo hubo dos amonestados) pero violento entre barrabravas y hooligans: una suerte de guerra de guerrillas, con peleas menores aunque incesantes, se desató durante los 90 minutos (y a la salida del Azteca). Hasta que entró en escena el personaje secundario más inesperado de un partido de ficción hecho realidad: el árbitro. Argentina-Inglaterra dirigido por un tunecino (Alí Bennaceur) y secundado por un juez de línea búlgaro (Bodgan Dotchev) sonó a conflicto entre católicos y protestantes dirimido por musulmanes y ortodoxos. Aquel partido también fue grande por esas pequeñeces.
En el comienzo del segundo tiempo, Bennaceur no vio la mano de Maradona en el primer gol. Dotchev sí la detectó pero, vaya a saberse por qué (tal vez la única prueba fiable de que Dios es argentino), no la señaló. Con Argentina 1-0, cuatro minutos después, el Azteca se alumbró, como si el resto del mundo quedara a oscuras. Maradona surcó el césped: 52 metros, 44 pasos, 10,6 segundos, 14,4 kilómetros por hora, 12 toques con la pierna izquierda, cinco ingleses eliminados en una persecución autodestructiva, y otros dos rivales que quisieron acosarlo pero no lo alcanzaron.
La jugada de todos los tiempos, la bomba atómica de los goles pero el partido, también, que muchos años después actuaría como un injusto lastre para Lionel Messi, el mesías que debe competir contra la experiencia religiosa de Maradona del 22 de junio de 1986, el día en que se convirtió en estampita.
Andrés Burgo es periodista y autor de El partido (Tusquets-2016)
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