Orgullo chef
No sabemos si la cocina es un arte, pero al menos no es el pasaporte a representar al Orgullo Gay
Hubo un tiempo en que en los periódicos debatíamos si la cocina debía conquistar la noble sección de Cultura o quedar adscrita a los espacios más ligeros de gente y revista. Cocineros como Adriá, Arzak, Berasategui, Subijana o Ruscalleda estaban poniendo a España en la cima y sus platos robaban terreno a la ópera en sus mismas páginas.
El fenómeno del delantal saltaba al universo del arte y ay de quien no supiera saborear una exposición de Adriá o las deconstrucciones de espuma con elementos químicos imposibles de guardar en nuestras viejas tarteras. Pobres ignorantes que somos.
Pasó un tiempo y, francamente, no es que aquello llegara al Louvre o a la Tate, pero sí a la televisión de masas. Algunos perdimos la oportunidad de cultivarnos a base de esferificaciones de yogur y emulsiones de jamón y seguimos prefiriendo a Munch, pero las televisiones no perdieron la suya de hacer caja. Los programas de cocineros se extendieron como antes los de médicos, periodistas, abogados o forenses y, en lugar de llevarnos a un nivel mayor de cultura, nos llevaron al más engorroso del reality. De pronto, los chefs se hicieron héroes y, como antes una placa del FBI, el gorro y el delantal les bastaba para juzgar a los pobres ciudadanos sometidos a su veredicto. El reality se hizo un hueco en la cocina y la forma de freír los huevos nos empezó a decir mucho de nosotros mismos y nuestro subconsciente maltrecho.
Tal ha sido la popularidad de los nuevos héroes que la fiesta del Orgullo Gay fichó al jurado de MasterChef para pronunciar el pregón como si fueran soldados de una causa justa, cuando en realidad son personas acusadas de machismo que saben cocinar patatas. El anuncio generó tal furia en las redes que se canceló.
No sabemos si la cocina es un arte, pero al menos ya sabemos —aliviados— que no es el pasaporte a representar una causa de justicia universal.
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