Lucifer no se echa la siesta

Así de entrada reconozco que me acerqué a Sobrenatural con una gran dosis de escepticismo. Eso de dos hermanos combatiendo el mal, metidos en un coche negro con AC/DC sonando a toda castaña, los dos guapotes, uno malote y el otro más bueno que el pan. En fin, me sonaba todo a un intenso y duradero déjà vu, un refrito de tópicos, usos y abusos catódicos en clave telenovelesca con una excusa -eso sí- de género.

Tuve que callarme la boca (y fregarme los ojos) una vez visto el piloto.

Los tipos que estaban detrás de aquello habían mamado mucho terror, mucho. Los homenajes eran sentidos, la trama podía dar miedo (podía ser brutal de hecho -la primera aparición del demonio de ojos amarillos) pero ellos habían escogido un camino distinto. En realidad rendían homenaje a nuestras obsesiones de toda la vida, las obsesiones del aficionado al cine de horror harto del reciclaje cinematográfico que venimos sufriendo, ese donde todo parece conquistado por amateurs con hachas y sierras mecánicas.

La primera temporada me pareció sorprendente, mejorable pero sorprendente. Habían partido de una premisa sencilla: algo se había cargado a la madre de los dos protagonistas. El padre había desaparecido luego sin dar muchas explicaciones. Uno de los hermanos, Dean (el mayor, interpretado - a las mil maravillas- por Jensen Ackles) había seguido los pasos de su progenitor. El otro Sam (con el rostro de un correcto Jared Padalecki) había preferido distanciarse del tema. Cuando algo le sucede a este último los dos hermanos se reencuentran para darse un banquete con las huestes del infierno.

Supernatural es un prodigio de tempo y trama, fresca e inteligente, en ocasiones divertidísima, siempre a caballo de la coyuntura pero sin olvidarse del glorioso pasado del cine al que rinde tributo. En sus manos uno puede ver a Dean cargándose a un vampiro mientras grita "die, you Twilight" (una maravillosa referencia a la abominable saga de Crepúsculo) o a Sam enrollándose con un demonio femenino de mareantes curvas; un episodio transcurre dentro de un culebrón hospitalario y otro en una fiesta de la cerveza en sospechoso blanco y negro. Todo en ella rezuma adoración al zombi, al monstruo, al demonio, al hombre-lobo y hasta al gnomo de jardín. Cualquier historia que haya visto u oído por ahí fuera relacionado con el horror y otros submundos Sam y Dean la han pensado y ejecutado en Supernatural como si aquella fuera la primera vez que se contaba.

Además los secundarios, vaya secundarios. Empezando por el imprescindible Jeffrey Dean Morgan (que se ha especializado en morir en todo tipo de series) y siguiendo por Jim Beaver (Bobby en la serie) o el excelente Misha Collins (Castiel). La serie entera es un gigantesco escenario donde aparecen actores que muchos/as no hemos visto en la vida y que parecen encajar como un guante en papeles imposibles, al menos en apariencia: del Arcángel Gabriel al iluminado Lucifer.

Hasta aquí lo bueno, que ha sido mucho en sus seis temporadas, con momentos de auténtico orgasmo como la tercera y cuarta entregas. Un trabajo impecable de Erik Kripke, creador de una serie que vive la parodia como quien respira pero que sin embargo resulta tenebrosa solo con subir un poquito la ruedecita del tono.

Ahora lo malo: la sexta temporada.

"No hace falta decir nada más" (que decía Bernd Schuster hace un tiempo por razones que no vienen a cuento). La sexta (y hasta el momento última) temporada de Sobrenatural es una broma de mal gusto. Ni siquiera la habitual química del dueto protagonista pudo evitar el hastío ante una narrativa demasiado sosa y pasada de vueltas (algo que parece contradictorio a primera vista) que ni siquiera los fans supieron entender. Una pena que podemos superar repasando las cinco anteriores y esperando que la séptima (ya aprobada) recupere el vigor y el tono que los hermanos Winchester merecen.

El Apocalipsis los espera con los brazos abiertos. Y nosotros/as también.