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POP | DUNCAN DHU
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El dúo demediado

Mikel Erentxun carga con la ausencia de Diego Vasallo pero ofrece un concierto ejemplar para cerrar las fiestas de San Sebastián de los Reyes

Todo era algo raro anoche en el concierto de los redivivos Duncan Dhu, grupo respetable y exquisito como pocos en nuestro pop, pero que se encontró con un auditorio mermado, entre aviones que toman altura y artilugios de feria que la pierden y la ganan alternativamente; en ese mismo anfiteatro de San Sebastián de los Reyes que abarrotaron en días anteriores Love of Lesbian, Lori Meyers o Leiva. Extraño todo porque, sin desmerecer a nadie, los donostiarras pertenecen a la aristocracia mientras sus antecesores andan aún en el meritoriaje. Claro que los primeros en comparecer no diezmados, sino demediados, son los autores de Cien gaviotas, a la vista de la frecuente y ayer repetida ausencia de Diego Vasallo. El dúo, a falta de uno de sus miembros, se convierte en Mikel Erentxun cantando a Duncan Dhu, por mucho que su quinteto acompañante (Fernando Macaya, Joseba Irazoki, Karlos Arancegi…) figure entre lo más refinado que puede reclutarse hoy en el mercado patrio.

Erentxun repitió dedicatoria a Vasallo, perro verde imprescindible al que los médicos parecen aconsejar reposo. Y aunque sea el colíder menos carismático de la historia, además de un bajista solo correcto, nos quedamos sin su enigma magnético y sin esa voz de ultratumba que ocasionalmente aparecía en primores como Rosa gris. Menos mal que Erentxun ejerce de acaparador natural de miradas: sigue siendo un tipo reacio a la charleta, pero desgrana unas interpretaciones intachables.

A Duncan Dhu habrá que elogiarles siempre su inconformismo en el inesperado regreso. El material nuevo es exiguo, pero soberbio (Cuando llegue el fin, El duelo); los clásicos se han reinventado, a veces drásticamente (La casa azul es ahora un fantástico country-rock y Entre salitre y sudor bordea el bluegrass), y se reivindica un fondo de armario que guardaba joyas como El ritmo de la calle, un rock impecable escondido en aquella enciclopédica Autobiografía.

Todo el paquete adquiere, en general, un sustancioso acento vaquero en el que no faltan banjos, guitarras slide, órgano, escobillas para la batería y esas Gretsch con palanca enorme que remiten al aroma de la pradera. La música de bienvenida sigue siendo esa chica dylanita de un país norteño, pero el cancionero ahora se distribuye mejor: las joyas de la corona comparecen a lo largo de toda la noche en vez de concentrarse en el tramo final.

El caso es que estábamos cuatro gatos, como quien dice, y hasta faltaría algún acreditado felino, pero la velada acabó siendo bien grata. Pese a las ausencias. Diego, los gatos te extrañan. Y todos añoramos un disco en directo de esta gira.

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