El tocino
De camino a la caseta en la Feria de Libro de Madrid, un lector del periódico me pregunta, así, de sopetón, que qué me parece lo de Franco. ¿Lo de Franco? Ah, ya caigo, lo de la Academia de la Historia. Añade el hombre, con cordialidad, que está esperando una columna. Ay, las columnas, las columnas. En España tenemos cierta tendencia a utilizarlas no para aportar algo nuevo a lo que ya está dicho, sino para dejar bien claro en qué posición estamos nosotros. Es una preocupación excesiva por el qué dirán, porque, si uno lo piensa atentamente, lo lógico sería que un lector que te viene leyendo durante años dé por hecho que, en tu opinión, el oficio que mejor define a Franco en su paso por la tierra es el de dictador. Pero no, unos y otros, columnistas y lectores, nos hemos acostumbrado a que es imprescindible demostrar una vez y otra nuestra pureza de sangre. Dejamos colgada en la puerta un pedazo de tocino para dejar bien claro que somos cristianos viejos. Si eso significa que 20 columnas van a exprimir el asunto hasta que el asunto aburra, bien escritas están, aunque entre todos consigamos que los temas se consuman y olviden por agotamiento.
Qué difícil es reconocer que uno no tiene demasiado que aportar a un debate (aun teniendo una opinión formada, claro está); qué difícil que todos podamos entender que hay ciertos temas en que podemos sentirnos magníficamente representados por historiadores de primera fila que desde hace ya tiempo han logrado un consenso sobre los acontecimientos que sacudieron España en el siglo XX. Qué difícil explicar que aun siendo tú columnista hay opiniones que no vas a expresar, no por falta de compromiso, ni por tibieza, sino debido a algo más simple: tu forma de pensar la han expresado de manera excelente otros. Pero eso lleva implícito una cierta humildad que no siempre estamos dispuestos a practicar.
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