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Una situación delicada

La malaria ha sido durante la segunda mitad del siglo XX una enfermedad olvidada en los países desarrollados, de donde se erradicó en los años 1950. Este abandono ha hecho que los tratamientos preventivos y curativos no hayan sido prioridad. De hecho, hasta hace 20 años, se empleaba el mismo tratamiento que de una manera empírica se usaba desde el siglo XIX: la quinina, extraída de un árbol (cuyo uso dio origen a la tónica). Su utilización no fue fruto de la investigación de un laboratorio: era lo que empleaban tradicionalmente los habitantes de las zonas afectadas, un cinturón subtropical que afecta a unos 80 países.

Actualmente la OMS recomienda usar terapias combinadas con otro compuesto, el artesunato, que se extrae de una planta herbácea, la artemisinina. Pero los expertos creen que el potencial curativo de este producto está amenazado. Como ya pasara con la quinina y la sulfadoxina y pirimetadina, que formaban el tratamiento tradicional, hay un serio riesgo de que el parásito que causa la enfermedad, el plasmodio, se haga resistente a la artemisinina.

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El hecho de que este fármaco sea tan eficaz si se administra cuando aparecen los primeros síntomas hace que los afectados no completen el tratamiento (lo ideal son 12 meses). Lo que facilita que el parásito se haga resistente.

En estos momentos, no hay un sustituto a la vista de este tratamiento, por lo que si aparecieran cepas inmunes, la situación sería muy grave. Aunque no sería peor que la situación de quienes no tienen acceso al tratamiento. Según el Fondo Mundial contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria, en 2009 se repartieron 158 millones de tratamientos, pero se calcula que hubo 225 millones de casos. Así, la cobertura es del 70%. Es decir, un 30% no tiene tratamiento.

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