¿Qué sienten las máquinas?
Una científica española coordina un proyecto europeo para crear robots que lean las emociones
Ahora saben hacer la guerra, pero en el futuro sabrán hacer la casa, cuidar a niños y ancianos y acompañar a los solitarios. Los robots de porvenir sabrán reconocer las emociones humanas e interactuar con ellas. Para conseguirlo, una científica española trabaja desde una universidad británica, en red con investigadores de todo el mundo, para conseguir que los robots reconozcan las reacciones humanas. Parece difícil, pero nuestros gestos de pena, alegría, enfado o sorpresa son universales, y se puede programar al robot para que los reconozca en un sistema de castigo o recompensa. Cuando su dueño se enfade, el circuito de premio dirá al robot: te has equivocado, hazlo de otra forma. Y el robot podrá ir aprendiendo.
"Dos de los prototipos parecen aspiradoras, pero cuando se mueven parecen animalillos"
"Equiparemos a los robots con el equivalente a un sistema de 'placer y dolor"
La próxima generación de robots no servirá en ejércitos suicidas ni en misiones espaciales. Se dedicará a hacer compañía a los corazones solitarios, cuidar a los mayores, entretener a los menores y echar una mano en casa. Todo ello requiere una avanzada ciencia de la computación capaz de leer e interpretar las emociones humanas, y de permitir al robot ir aprendiendo a convivir con las peculiaridades de su maestro. Una científica española dirige el proyecto europeo desde la Universidad de Hertfordshire (Reino Unido).
Aunque los más famosos trabajen ahora en el sector de tóxicos y explosivos, los robots no fueron inventados para las tareas temerarias, sino para las soporíferas -el primero fue un ingenio de Tesibio de Alejandría para dar la vuelta al reloj de arena-, y la mayoría sigue trabajando en las interminables cadenas de montaje de la automoción.
El estado del arte son los robots cirujanos, que trasplantan riñones con más eficacia que sus colegas de carne, y los robots científicos, que planifican los experimentos igual de bien, y los hacen mucho mejor. Que los robots no se ocupen aún de las tareas domésticas puede parecer un descuido industrial, pero es un grave problema científico.
Los ordenadores ya igualan a los grandes maestros de ajedrez, pero las tareas que los humanos hacemos sin esfuerzo consciente -como aprovechar un pequeño tropiezo con la alfombra para sentarse en el único hueco libre del sofá- han resultado hasta ahora imposibles de programar en un robot. Y trabajar en casa requiere cosas aún peores.
"Para que los robots puedan vivir con la gente, tienen que crecer con los humanos y aprender a interpretar sus emociones", afirma la científica de la computación Lola Cañamero, de la Universidad de Hertfordshire, en el sureste de Inglaterra. "Esto implica varias estrategias que investigamos en paralelo, como equipar a los robots con el equivalente de un sistema de placer y dolor que priorice sus estímulos, permitirles aprender comportamientos sociales como la distancia que deben guardar a cada persona, y que aprendan a interpretar las emociones de los humanos".
Cañamero es la coordinadora del proyecto Feelix Growing, financiado con 2,5 millones de euros por el programa de robótica avanzada de la Comisión Europea. En él, 25 expertos en robótica, psicólogos y neurocientíficos de seis países colaboran para desarrollar robots "que interactúen con los humanos en su entorno cotidiano y de una forma fértil, flexible y autónoma".
¿Cómo puede un robot leer las emociones de su dueño? "Los robots tendrán que adaptarse a cada persona", explica Cañamero, "pero los humanos expresamos muchas emociones con unos signos externos universales e inconscientes; son ésos los que más nos interesa explorar".
Sus primeras tareas serán "la compañía, la dispensación de cuidados, el entretenimiento y la monitorización de pacientes".
Fue Darwin quien propuso que gestos "como encogerse de hombros en señal de impotencia, o alzar las manos abiertas en signo de asombro" son producto de la evolución, en su libro de 1872 La expresión de las emociones en el hombre y los animales.
Y las ciencias cognitivas contemporáneas -o más en general, los datos- vienen dando la razón a Darwin de manera rutinaria. La pena, la felicidad, el asco, el miedo, el amor, el odio y la sorpresa no sólo son universales en las culturas humanas, sino que hunden sus raíces en el pasado remoto de la especie. Sus signos externos son numerosos y reconocibles entre culturas. Y también lo pueden ser para un robot.
"Los signos externos de las emociones con los que más estamos trabajando", explica Cañamero, "son la distancia, la velocidad a la que anda la persona, las pautas de su movimiento, cómo mueve los brazos -todos estos movimientos son distintos si uno está triste, enfadado o contento, por ejemplo-, la postura general del cuerpo y la posición de la cabeza".
La científica prosigue: "El reconocimiento de los gestos faciales es obviamente un campo con muchas posibilidades, y uno de los grupos del proyecto, el de la Universidad Técnica de Atenas (Grecia), tiene experiencia en ello, pero esto tardará más en desarrollarse. Tampoco vamos a entrar ahora en el reconocimiento del lenguaje, aunque sí en el de la entonación de la voz, que es esencial en las emociones".
Con todos estos sistemas se puede establecer un feedback: por la reacción del humano -aspavientos, entonación de voz colérica- los robots deducen que algo han hecho mal y corrigen los parámetros de su centro de placer para portarse mejor la próxima vez.
Las emociones son la brújula del comportamiento. La pena sirve para mantener unidas a las parejas, y la búsqueda de la felicidad marca tanto los fines inmediatos como las prioridades estratégicas de todo individuo. Según Ronald de Sousa, profesor emérito de filosofía en la Universidad de Toronto, las emociones regulan la vida social, estructuran la educación moral y "nos protegen de una devoción demasiado servil a conceptos estrechos de racionalidad".
Los humanos intercambiamos señales emocionales continuamente, y no sólo con el gesto. Imaginen la coreografía que sigue a la apertura de puertas en un vagón del metro: la distancia es entonces un lenguaje social, como lo es la orientación relativa. Sólo con esas pistas, el movimiento de los robots adquiere unas propiedades chocantes.
"Dos de los prototipos que usamos tienen una apariencia muy simple, casi parecen aspiradoras, pero viéndolos moverse a tu lado resulta a veces difícil evitar la impresión de que son animalillos", dice Cañamero.
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