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Otros 'mártires' de la Guerra Civil

No fueron los únicos religiosos ejecutados por el bando nacional durante la Guerra Civil, pero constituyen un grupo nítidamente identificable. El recuerdo de los 16 curas vascos que en 1936 fusilaron los franquistas resuena setenta años después y golpea en las desmemorias de la Iglesia de la que formaron parte, que los ha relegado al olvido y parece preferir que un velo cubra su recuerdo.

Los primeros en morir fueron Martín de Lekuona y Gervasio de Albizu, que eran vicarios en la parroquia de Rentería (Guipúzcoa) y que fueron fusilados el 8 de octubre de 1936. El mes anterior las tropas de los generales alzados habían ocupado casi toda Guipúzcoa y llegaba la hora de la represión de las izquierdas y de los nacionalistas. Las convicciones religiosas, que se decía legitimaban la sublevación militar, quedaban en el segundo plano. De ahí que las represalias incluyesen a sacerdotes vascos, de filiación nacionalista y hondas actitudes religiosas. Así describía el escritor José Arteche a uno de los ejecutados: "Don Martín de Lecuona era el sacerdote cuya manera de ser más me sugería el ideal del ángel".

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Murieron después los siguientes: el cura y escritor José de Ariztimuño (Aitzol), Alejandro de Mendikute y José Adarraga, ejecutados en Hernani el 17 de octubre de 1936. El 24 de octubre fue fusilado en el cementerio de Oiartzun José de Arin, arcipreste de Mondragón. Ese mismo día se ejecutó a José Iturri Castillo, párroco de Marín, así como a los también sacerdotes Aniceto de Eguren, José de Markiegi, Leonardo de Guridi y José Sagarna. El 27, a José Peñaga-rikano, vicario de Markina. Celestino de Onaindía, cura auxiliar de Elgoibar, fue fusilado el día siguiente. Se sabe también que ese mismo mes fueron fusilados los padres Lupo, Otano y Román; el último era el superior del convento de los carmelitas de Amorebieta.

El número de sacerdotes fusilados, las fechas y lugares de las ejecuciones y la coyuntura política y militar en que se produjeron confirman que estas actuaciones del bando franquista no constituyeron incidentes aislados. Fueron iniciativas con un determinado sentido, reprimir a quienes defendían la legitimidad republicana, sin que para esta práctica del terror fuese impedimento que el encausado fuese religioso. No puede descartarse que tal condición constituyera causa o agravante, en un momento en que, por el apoyo decidido de la Iglesia a la sublevación, el bando franquista desplegaría su inquina contra los curas que se oponían a la rebelión. Téngase en cuenta que era el momento en el que desde la Iglesia se gestaba la idea de la Cruzada para referirse a la sublevación, pero sin que quizás se hubieran deducido aún las consecuencias que tal símbolo implicaba o sin que se hubiesen transmitido eficazmente.

Resulta obvio -todos los datos lo corroboran- que sufrieron represalias por sus creencias políticas, no por alguna suerte de actividad armada, pues no era este el papel que les adjudicó el País Vasco fiel a la República, sino el que se ceñía a la asistencia espiritual. La Iglesia no pudo alegar nunca desconocimiento sobre estos hechos. El embajador de Estados Unidos en España durante la guerra civil, Claude Bowers, los denunció en su libro Misión en España, 1933-1939, que señalaba que "esta lealtad de los católicos vascos a la democracia ponía en un aprieto a los propagandistas que insistían en que los moros y los nazis estaban luchando para salvar a la religión cristiana del comunismo". Y daba datos suficientes para comprobar que la jerarquía eclesiástica española sabía de estas ejecuciones. En enero de 1937 el cardenal Gomá se dirigía por carta al presidente del Gobierno vasco, José Antonio Aguirre, que el 22 de diciembre había expresado su asombro por la pasividad de la Iglesia ante el fusilamiento de los curas vascos. Admitía que se había producido, pues aseguraba que la jerarquía eclesiástica no se había callado en este asunto, pero que su protesta había sido discreta, por considerarlo así más eficaz. Reconocía el hecho y su gravedad... y justificaba que la Iglesia participase en la ocultación.

Hoy sabemos también que en diciembre de 1936 un telegrama del Papa se quejó a Franco por "la ejecución de sacerdotes vascos católicos", en respuesta a protestas de aquel, que pedía que la Iglesia se implicase más en el apoyo a la sublevación. Ninguna duda hay, por tanto, de que las más altas instancias eclesiásticas, incluyendo el pontífice, estaban al tanto de lo que había sucedido en Guipúzcoa, ni de la actitud del bando franquista respecto a los religiosos que no participaban de sus ideas políticas.

La Iglesia, que sostuvo la idea de Cruzada Nacional para legitimar la sublevación militar, fue beligerante durante la Guerra Civil, aun a costa de relegar a algunos de sus miembros. Sigue siendo beligerante, en su insólita respuesta a la Ley de Memoria Histórica, acudiendo a la beatificación de 498 "mártires" de la Guerra Civil. Entre ellos no se cuentan los sacerdotes ejecutados por el ejército de Franco. Sigue siendo una Iglesia incapaz de superar sus posiciones de parte, de hace 70 años, y dispuesta a que tal pasado nos persiga siempre. En este uso político de reconocimientos religiosos se percibe su indignación por la reparación a las víctimas del franquismo. Los criterios selectivos sobre los religiosos que militaron en sus filas resultan difíciles de comprender. ¿Los sacerdotes que fueron víctimas de los republicanos son "mártires que murieron perdonando" y los que fueron ejecutados por los franquistas los olvida la Iglesia? Esta actitud brutal, que quiere además aprovechar el acto para una gran peregrinación de resonancias públicas, señala quizás la incapacidad de la Iglesia española para superar sus rencores del pasado.

El guipuzcoano José de Arteche, en su libro El abrazo de los muertos, de 1956, escribía: "Los hombres de mi generación no tienen remedio; nadie dice que hay que rectificar. Nadie dice que hay que pedir perdón. Uno llega a la conclusión de que en España no se reza el Padre Nuestro".

Manuel Montero es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco.

En los primeros tiempos de la posguerra había numerosos sacerdotes vascos en la cárcel de Carmona (Sevilla).
En los primeros tiempos de la posguerra había numerosos sacerdotes vascos en la cárcel de Carmona (Sevilla).FOTOS DEL ARCHIVO DE LA FUNDACIÓN SABINO ARANA

Mateo Múgica

Cuando supo que habían ejecutado al cura José Joaquín Arín, sin formación de causa, Mateo Múgica, obispo de Vitoria, concluyó: "Mejor habrían hecho Franco y sus soldados besando los pies de este venerable sacerdote que fusilándole". La trayectoria del prelado, cuya diócesis incluía Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, ilustra sobre las dificultades del franquismo con la Iglesia vasca y los recelos que la dictadura suscitaría en un clero mayoritariamente nacionalista. No lo era Mateo Múgica, sino monárquico. Natural de Idiazabal (Guipúzcoa) y obispo de Vitoria desde 1928, fue desterrado en mayo de 1931 por sus reticencias públicas respecto a la República. Volvió dos años después.

Apoyó en un principio la sublevación militar, exigiendo que los católicos no cooperaran "ni mucho ni poco, ni directa ni indirectamente, al quebranto del ejército español". Suscribió pues la instrucción episcopal Non licet, con la prohibición formal a los católicos de adherirse a la República.

Los excesos y brutalidades de los sublevados y su actuación en la diócesis vasca, le hizo cambiar pronto de opinión. En octubre elevaba sus protestas a la Santa Sede, informando de que en su diócesis los creyentes estaban siendo "injustamente perseguidos, vejados, castigados, expoliados por los representantes y propagandistas del Movimiento Nacional". En 1937 fue enviado de nuevo al destierro, esta vez por orden de los militares franquistas. Se negó a firmar la Carta colectiva de los obispos españoles por la que apoyaban al bando sublevado. Denunció entonces que en su diócesis se había perseguido a "nutridísimas filas de cristianos fervorosos y de sacerdotes ejemplares". No pudo regresar a España hasta 1947. Se instaló en Zarautz (Guipúzcoa), donde vivió, ya ciego, hasta 1968. Murió a los 98 años.

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