Muerte en el fútbol
En el fútbol de toda la vida sólo los árbitros iban vestidos de negro. Su plena oscuridad se relacionaba, por un lado, con la energía del mal, puesto que el personaje sería al cabo objeto de abucheo. Pero, de otro lado, su indumentaria indicaba simbólicamente al negro como la imparcialidad del no-color. Si los jugadores se dejaban ver, saltaban al campo para ser observados, la mejor labor del árbitro consistía en no hacerse notar. Comportarse como el aire o como cualquier inocuo elemento que no influiría en el desenlace del juego. Esa severa indumentaria se inspiraba en la señal de rigor, pero también en la idea de un quehacer que en su expresión más pura llegaría a confundirse con la justeza y su silbato con un inapelable sonido de la divinidad.
Los sacerdotes que imparten sacramentos curativos, los magistrados que pronuncian sentencias para reordenar el mundo, los caballeros que presiden engalanados las fiestas, visten de negro. El árbitro se enfoscaba y magnificaba en esta estampa suprema. No era luto sino lujo, no hacía mención a lo nefasto sino a la verdad total. Más aún: su falta de color favorecía la vistosidad de los futbolistas, el jolgorio de su equipamiento y el fogoso amor a la camiseta.
En la muerte de Antonio Puerta, los periódicos deportivos destacaron su juventud porque la muerte se halla normalmente ausente a esa edad y porque al sobrevenir multiplica la potencia del suceso, la energía de la sorpresa. La muerte no forma parte del suceso deportivo y, cuando tiene lugar, convierte a la víctima en un héroe y a la desgracia en malditismo.
Todos los deportistas son, sin embargo, guerreros. En no importa qué especialidad, el deportista emprende un combate contra el tiempo, contra el peso, la altura, la distancia o el rival. Su profesión reproduce en todos los casos el modelo de un combatiente que si, además, no pugna por un logo o un equipo extranjero sino por el nombre de la localidad, su carácter heroico llega pronto. El héroe -nacido incluso en esa tierra- brega por conquistar glorias para su pueblo: éste es el caso de Antonio Puerta, sevillista de nacimiento y "sevillista hasta la muerte" como titulaba As ayer en su portada.
Todo héroe debe morir joven para ser completo. Mucho antes de que el curso de los años decida su destino, la muerte los marca como criaturas elegidas. Nunca, por tanto, se ensalzará demasiado al desaparecido porque su fallecimiento no es tanto efecto de una simple adversidad cualquiera como de una elección exquisita.
Pedro Berruezo, fulminado durante un partido en 1973, David Longhurst en 1990, Catalin Hildan en 2000, Vivien Foe en 2003, Oliveira Silva en 2004, se desplomaron sobre el césped como alcanzados por un rayo sobrenatural. Todos ellos perecieron por una disfunción cardiaca cuya etiología había pasado desapercibida al conocimiento médico. Una muerte misteriosa y sorprendente que sólo después, cuando ya no admite remedio, recibe una tópica explicación de la ciencia. Antes, sin embargo, cuando hubiera podido evitarse fue inevitable, fatídica como el destino que corona la narración del héroe.
El fútbol añade, finalmente, a esta tragedia una especial escena, tan benéfica y pacífica como demuestra la textura, el color y la fragancia de la cancha. Desde esta pradera donde cunde una felicidad primordial se habla naturalmente con el paraíso. No hay indicio de peligro alguno ni el más leve asomo de amenaza porque la llanura llega y supera los confines marcados del rectángulo. Esta provisión de esperanza cargada de yerba extiende de principio a fin la dicha preparada para el desarrollo del juego.
Todos los deportes proveen al espíritu de bienes, tanto como al cuerpo, pero el fútbol, masivamente compartido, añade a la ilusión individual un gozo de comunidad infantilizada para el triunfo o la tragedia. Una sentimentalidad elemental extensible a millones de aficionados, lejanos o desconocidos, que convierte ahora a sevillistas y béticos, a griegos, milaneses, manchesterianos o madridistas en un único poblado donde todos entienden la misma dicción del luto.
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