Curro no es un torturador
"Entiendo el toreo como una caricia", decía el diestro retirado Curro Romero en este periódico hace sólo unos días, y añadía que su mensaje fue "hacer feliz a la gente con mi toreo". ¿Quién es capaz de afirmar que Curro ha sido un torturador de toros, amante de la violencia contra los animales, y que ha cimentado su gloria en los estertores agónicos de uno de los seres vivos más bellos de la naturaleza?
Curro acaba de ser nombrado miembro de la Real Academia de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría; pero antes, durante 42 años, ha sido uno de los toreros más reconocidos y uno de los exponentes más preclaros de la belleza. Muchos miles de personas, en tan larga y fecunda trayectoria, se han emocionado, han vibrado, han llorado y se han sentido transportadas a otra dimensión por un destello fugaz, casi invisible a los ojos, nacido de la sensibilidad de un artista.
¿Es el currismo, acaso, una secta violenta que disfruta con la tortura a un animal indefenso?
La polémica sobre la fiesta de toros es tan antigua como ella misma. Papas y reyes la prohibieron y la autorizaron; intelectuales de todas las épocas se han dividido entre amantes y enemigos, y la discusión sigue hoy encendida. Quizá, porque sólo se discute lo que interesa. Y es indiscutible que esta fiesta está intrínsecamente unida a la historia de este país —no es posible entender el siglo XX español sin el protagonismo de los toros— y ha embelesado a las almas más sensibles. ¿Acaso no lo eran Miguel Hernández, Alberti, Gerardo Diego o Blas de Otero? ¿Acaso no Federico cuando escribió su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías? ¿O Picasso, o Zuloaga o Vázquez Díaz o Bizet?
Nada impide, no obstante, que existan personas contrarias a la fiesta, que sufran con la visión de la sangre, que defiendan su desaparición o pidan que se proteja a la infancia de imágenes que consideran perjudiciales para su educación. Es una posición tan lícita y respetable como pensar en la ingenuidad de la búsqueda de una utópica arcadia feliz en la que se erradicara toda suerte de violencia que el ser humano inflige a los animales para su sustento; o en la hipocresía de denostar y perseguir airadamente la fiesta como una forma inconsciente de lavar la conciencia y aceptar callada y pasivamente las muchas lacras que sufre la humanidad.
A mí también me repugna la sangre, y la tortura y el sufrimiento ajeno. Y no creo que pertenezca por mi afición a un grupo de crueles mortales enfermos de morbo. Por el contrario, me conmueven un animal bravo y noble y un héroe artista; y me emocionan la gracia y el sentimiento de un torero, y la raza y la casta de un toro, del mismo modo que rechazo toda suerte de violencia.
Tengo la buena o mala suerte de pertenecer a una cultura en la que el toro es protagonista de un modo de entender la belleza. Y acepto que otros no lo entiendan así. Pero lo que está claro es que Curro Romero ha sido y es un artista, y no un torturador.
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