Bangladesh está enladrillado
En condiciones de semi esclavitud, millones de bengalíes convierten el barro en el material que da consistencia a la burbuja inmobiliaria
Es uno de los países menos industrializados y más pobres del mundo, pero eso no impide que su capital, Dacca, sea una de las más contaminadas. Algo afectan los auto-rickshaws, esos triciclos motorizados que llenan los pulmones de la población con el gas CNG que utilizan para propulsarse, pero la verdadera razón hay que buscarla en los alrededores de la principal ciudad de Bangladesh. Porque Dacca está sitiada por un cinturón de chimeneas de las que mana sin cesar el humo negro característico del carbón.
Y no se trata de centrales térmicas. Son fábricas de ladrillos, una de las principales industrias del país, capaz de producir más de 12.000 millones de unidades al año. No obstante, esta fuente de riqueza lo es también de unos tres millones de toneladas de CO2, ya que hacen falta 23 toneladas de carbón para cocer 100.000 ladrillos, el triple de lo que consume China con tecnología mucho más avanzada. Por si fuera poco, las 4.500 instalaciones existentes provocan, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, un grave problema de deforestación y la degradación del suelo, algo que tiene graves consecuencias en la agricultura y en la polución de los ríos. Aunque el problema ya fue analizado en profundidad en 2007, y en 2010 se puso en marcha un plan quinquenal para reducir las emisiones, basta con un vistazo para certificar que se ha avanzado poco desde entonces en la situación que impera en las fábricas.
Las fábricas de ladrillos producen unos tres millones de toneladas de CO2, ya que hacen falta 23 toneladas de carbón para cocer 100.000 ladrillos
Hombres, mujeres, niños, familias enteras convierten el barro en la materia que blinda la burbuja inmobiliaria
El proceso es simple, y se lleva a cabo con técnicas propias de la Edad Media, sin seguridad y con grave riesgo para la salud
Allí, bajo un sol de justicia, con sus manos y sin ningún tipo de control de seguridad, miles de trabajadores convierten el barro en la materia que blinda la burbuja inmobiliaria que ha servido para crear una pequeña, pero poderosa, elite económica. Entre quienes hunden sus pies en el lodo hay mujeres y niños, familias enteras que han viajado cientos de kilómetros desde las provincias más remotas para dar forma a los ladrillos que cubren amplias extensiones de terreno durante los cuatro o cinco meses de la estación seca. Es como la campaña de la vendimia o de la recogida de la fresa, salvo porque allí no crece, ni crecerá, vegetal alguno.
El proceso es simple, y se lleva a cabo con técnicas propias de la Edad Media. Hombres descalzos y con el torso desnudo extraen la tierra más adecuada para luego darle forma con unos moldes de madera que también imprimen el nombre de la empresa que venderá cada ladrillo a unos 5 takas (5,2 céntimos de euro). Poco a poco, el lodo se convierte en una alfombra gris de cinco centímetros de grosor, a la que el sol y el trabajo de los niños que voltean los ladrillos se encargan de ir arrebatándole el agua.
Ya secos, los ladrillos se transportan en carretillas hasta la cocina, el gigantesco horno en el que se cuecen en tandas de unas 6.000 piezas. Para que la temperatura se mantenga, los trabajadores tienen que estar introduciendo constantemente carbón a través de los orificios que dan acceso al fuego, con mucho cuidado de pisar en los improvisados tabiques y no caer sobre las llamas. "Siempre hay accidentes, es inevitable, y muchos no aguantan las condiciones de trabajo", reconoce Liakot, un trabajador de 42 años procedente de la provincia de Kulna, que comienza su jornada a las seis de la mañana y acaba, "si hay suerte", a las cinco de la tarde. "Lo que más me preocupa es que me pase algo, porque no tenemos ningún seguro y mis hijos morirían de hambre sin mí", afirma.
Liakot y sus compañeros se embolsan alrededor de 10.000 takas al mes (unos 110 euros), suficiente para dar de comer a sus familias al norte del país. "Llevamos viniendo ya tres años, y podemos ahorrar unos 100 takas al día (1,1 euros)". Bastante, creen, a pesar de que corren grave riesgo de sufrir graves enfermedades respiratorias e infecciones oculares crónicas.
Mientras tanto, cada empresario se embolsa, según estimaciones de la prensa local, no menos de 70.000 dólares (53.000 euros) al año, y todos residen lejos de las chimeneas, cuya altura es, generalmente, un tercio de los 40 metros obligatorios. "Los beneficios son más que suficientes para invertir en tecnologías limpias, pero la avaricia dificulta los avances", explica Shirin Akhter, trabajadora de Ayuda en Acción en Bangladesh.
La corrupción, por su parte, se encarga de que las mejoras sean casi imposibles, porque impregna todos los estratos de la sociedad. Los trabajadores tienen que pagar "una mordida" a los líderes locales en sus lugares de origen para conseguir el empleo, y los empresarios tienen las carteras suficientemente abultadas como para comprar el silencio de políticos a mayor nivel. "Todos ellos se lucran. Los únicos que pierden son los trabajadores, los pobres que viven en los alrededores, y el Medio Ambiente", sentencia Akhter.
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