Arsénico por error
La investigación que supuestamente descubrió vida basada en el arsénico tiene muchos aspectos criticables en el fondo y en la forma, pero hay un lado positivo
Cuentan que, hace ya mucho tiempo, el todopoderoso Consejo Asesor de Mandarines de la remota China decretó la creación de un Instituto de Investigación para el estudio integral de los dragones. Entendieron que revelar el origen de la inmensa potencia de fuego de estas criaturas, su extrema fortaleza y superioridad física -tanto en tierra como en el aire- y su astucia mental, podía tener un impacto tecnológico y militar importante. Se abrió una convocatoria internacional de proyectos de investigación a la que se dotó con una generosa financiación. Llegaron investigadores de todos los rincones del mundo, científicos de gran renombre entre los que se incluían Ulisse Aldrovandi, Peter Hogarth, Sir Robert May, Gustav Fechner y Johann Jacob Scheuzcher. Se creó un equipo para investigar los mecanismos biológicos que explicarían las legendarias lenguas de fuego de los dragones, un proceso exotérmico sin par en otras criaturas. Se emprendió una línea de investigación sobre los vínculos filogenéticos con otras criaturas semejantes y también enigmáticamente poderosas, tales como los grifos, basiliscos, pegasos, ángeles y arcángeles. Un equipo de geólogos mapeó la distribución geográfica y demográfica de estos legendarios guardianes de tesoros buscando anomalías significativas de oro y metales preciosos. Esta actividad febril se prolongó durante décadas hasta que un día, en una reunión del consejo, alguien preguntó: "¿Y si los dragones no existen?".
Una pregunta parecida debe temer NASA en relación con su firme apuesta por la búsqueda de vida extraterrestre. Sólo la existencia de una presión ambiental en sus Institutos de Astrobiología y en sus cuarteles generales puede explicar sus reiteradas meteduras de pata en estos últimos años. Resultó falaz la reivindicación de la existencia de pruebas de vida extraterrestre en un meteorito marciano, resultó irrisoria la de la existencia de microfósiles en casi cualquier meteorito de cualquier procedencia y, en estos últimos meses, han provocado un escándalo -del que daba puntualmente información EL PAÍS- reivindicando la existencia de vida basada en el arsénico.
Como el lector sabe, uno de los pilares de la biología es la uniformidad de la maquinaria con la que funciona la vida. Por ejemplo, para reproducirse, los organismos vivos usan, usamos, el ácido desoxirribonucleico, el ADN, una molécula muy grande formada -siempre- por azúcares, bases nitrogenadas y grupos de acido fosfórico. Bueno, siempre, en la vida que conocemos. ¿Pero podrían sustituirse esos grupos fosfato y seguir la máquina funcionando? ¿Podría existir otro tipo de vida? Si así fuera, nuestra vida, no sería única y singular y podríamos saber -y pensar sabiendo- que muchas otras vidas podrían darse por el universo infinito. Esa es la pregunta que se hicieron los colegas de NASA y que con gran ambición se dispusieron a contestar ellos mismos. Recogieron bacterias de un lago alcalino que contiene arsénico, un elemento que podría reemplazar al fósforo en el ADN, las obligaron a reproducirse en aguas muy ricas en arsénico y muy pobres en fósforo con la idea de que esos microorganismos no tuvieran más remedio que fabricar su armazón de ADN con arseniato en vez de fosfato. Así lo creyeron haber demostrado y así lo publicaron en una de las mejores revistas científicas, la revista estadounidense Science. La avalancha de críticas a su trabajo, pero sobre todo la falta de apoyos de otros grupos de investigación, ha llevado a los autores a poner en cautela sus conclusiones y a muchos expertos a pronunciarse radicalmente en contra de aceptarlas. Hay muchos aspectos criticables en el fondo y en la forma de esta investigación, pero prefiero subrayar su lado positivo.
¿Que se han equivocado? ¿Y qué? Lo importante era la pregunta y el original e imaginativo camino elegido para resolverla. Hoy, a principios del siglo XXI, todo el mundo sospecha que dada la inmensidad del universo y comprobado la existencia de otros sistemas solares, es muy plausible que exista vida fuera de la Tierra. Estoy convencido de que -en caso de que realmente exista- las pruebas de la evidencia de vida extraterrestre surgirán a partir de una de estas equivocaciones. De hecho, así ocurrió otras veces con otros grandes descubrimientos, por ejemplo el de América, un caso que guarda cierto paralelismo con la primicia de anunciar la existencia de vida extraterrestre. A finales del siglo XV todo el mundo erudito sabía que navegando hacia el oeste se encontraría Cipango. Es mas se sabía la distancia a la que estaba porque se conocía el radio de la Tierra. Y se sabía que con la tecnología naval del momento era imposible llegar desde nuestras costas. En aquel entonces, Castilla ya tenía excelentes científicos que evaluaban las propuestas que le llegaban a la reina Isabel. Y fueron ellos quienes desaconsejaron invertir en un proyecto presentado por un navegante genovés que usaba para sus cálculos un radio de la Tierra más pequeño que el verdadero, y por tanto calculaba una distancia a Cipango más corta de la que realmente existía. Tremendo error el del genovés ¿verdad? Pero tremenda también la falta de olfato de los expertos, que no supieron valorar que tanta seguridad del navegante -que apostaba su vida en el viaje- podía explicarse si, entre Cipango y Europa existieran otras tierras. Hay otros muchos casos en los que aquello que la ortodoxia científica creía "imposible" llevó a descubrimientos fascinantes, gracias al tesón y a la imaginación de hombres y mujeres de ciencia. Por eso necesitamos atender las propuestas de los "locos", de los osados y de los ambiciosos. Y necesitamos también tener excelentes científicos con el suficiente olfato y generosidad para evaluarlas.
Desde hace cinco años tengo la satisfacción de gestionar un programa del Ministerio de Ciencia e Innovación que busca este tipo de proyectos. El programa -llamado Explora- pretende financiar proyectos radicales, imaginativos, que serían considerados inviables por la mayoría de los científicos, proyectos locos, proyectos atrevidos. De hecho, el lema de Explora es Atrévete a descubrir, atrévete a equivocarte porque ésta es una de las asignaturas pendientes de la ciencia en España: necesitamos más ambición en los proyectos, más profundidad en las preguntas y sobre todo sacar fuera del país el miedo ancestral a equivocarnos. Ojalá recibiéramos docenas de proyectos como el del arsénico, proyectos intelectualmente arriesgados que exploren nuevos recovecos en la frontera del conocimiento. Para no presionar a los científicos a cometer fallos como los de nuestros colegas de NASA, nuestro programa no exige culminar con éxito el proyecto.
Porque en la exploración intelectual, como en la geográfica, también hay que atravesar desiertos, vadear lodazales, tender puentes y caminar en solitario para -al final- acabar delante de un atardecer con el error o del descubrimiento en la mochila. En ciencia, como en muchas otras cosas, lo que se paladea es el camino.
Juan Manuel García Ruiz es Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en la Universidad de Granada
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