Los libros muertos
Mi padre, cuando yo era niño, compraba libros, los hojeaba vagamente y los guardaba luego en la biblioteca que teníamos en el salón mientras repetía una frase ritual: "Para la jubilación". Yo crecí creyendo, así, que los libros eran uno de esos tesoros que se van acopiando poco a poco para ser gastados luego con paladeo. Crecí creyendo que la recompensa que traía la vejez era ésa: la placidez de un tiempo interminable en el que poder leer.
Cuando por fin se jubiló, mi padre no leyó ninguno de aquellos libros, pues algunos hábitos necesitan adiestramiento. Yo, sin embargo, seguí creyendo que en la edad provecta encontraría ese paraíso: días sin fin ocupados con la lectura. Hasta los treinta años estuve convencido de que, salvo que muriera joven, tendría tiempo a lo largo de mi vida para leer todo lo que me interesaba. Por eso gastaba mucho dinero en comprar libros que no podría leer de inmediato pero que, en esa jubilación dorada o en alguna vacación, tendría ocasión de disfrutar.
Luego empecé yo mismo a publicar libros, a conocer a escritores y a tener tratos con editoriales de todo pelaje. Comenzaron a llegarme a casa novelas, ensayos, volúmenes de cuentos y tomos misceláneos que había que sumar a los que yo seguía comprando meticulosamente. Y llegó un momento en el que me di cuenta de que, como muchas otras cosas cardinales, aquel asunto tenía una formulación dolorosamente matemática. A causa de mis obligaciones laborales, de los tratos con amistades y familia, de mi pasión por el cine y del desafuero de la vida urbana, solía leer al año entre 40 y 60 títulos. En ese mismo periodo, mi biblioteca, haciendo números redondos, se engrosaba con unos 250, de los cuales me apetecía leer al menos la mitad. Es decir, que cada año mi saldo negativo engordaba en 75 libros, a los que yo de vez en cuando acariciaba el lomo diciendo: "Para la jubilación".
A los cuarenta años me hice construir en mi dormitorio una pequeña biblioteca para acoger los libros pendientes, pero se llenó enseguida. A los cuarenta y tres, aprovechando una mudanza, me hice fabricar otra con muchas más estanterías y purgué los títulos con un criterio exigente: guardé allí sólo aquellos por los que sentía verdadero deseo y trasladé a la biblioteca ordinaria o regalé los que habían dejado de interesarme poderosamente. Redoblé además el rigor con el que abandonaba a medio leer los libros que no me seducían lo suficiente, procurando así vaciar con mayor rapidez los estantes hacinados. A pesar de todos mis esfuerzos, sin embargo, siguieron llenándose sin remisión.
He calculado que a este ritmo llegaré a la edad de jubilación con 2.000 libros pendientes de lectura. Suponiendo que viviera veinte años más con buena salud y que el ritmo de engordamiento anual de mi biblioteca fuera en ese tiempo menor (descartados ya los clásicos), debería engullir unos cuatro libros cada semana para morir en paz literaria, todo ello sin darme ocasión a releer ni una sola página. Es decir, debería dedicar mi vejez a leer sin desfallecimiento, obsesivamente, lo que resulta una tarea imposible y desagradable. Por eso cuando entro cada día al dormitorio y me paro frente a los anaqueles a mirar los libros sin abrir, veo las sombras de la muerte. Trato de averiguar cuáles de aquellos volúmenes mansos irán quedándose allí año tras año. Qué personajes o qué aventuras. Qué palabras del laberinto. -
Luisgé Martín (Madrid, 1962) es autor de Los amores confiados y El alma del erizo, ambos en Alfaguara.
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