"Me deprimo si no cocino y me siento bajo de moral si no escribo"
Bill Buford (Baton Rouge, Luisiana, 1954) tiene la mirada despierta y azulada, enmarcada en gafas redondas, a juego con la forma de su rostro. Se muestra atento con los niños y amable con los ancianos cuando saluda a los habituales del barrio en un café de Irving Place. Cuesta imaginar a este vecino ejemplar perdiendo los papeles en una cocina incandescente, donde la temperatura sólo es equiparable al demencial nivel de presión. Pero aquello sucedió. También hubo cortes, magulladuras, quemaduras y reiteradas humillaciones en los fogones de Babo, uno de los restaurantes italianos más exquisitos de Manhattan.
Allí nació Calor (Anagrama). En total, 457 páginas en las que este prestigioso editor literario de prensa destripa sus avatares como esclavo no remunerado en aquella cocina; se adentra en los recetarios del Renacimiento italiano; cruza el Atlántico para aprender a hacer pasta a mano; va de cacería con el mítico chef británico Marco Pierre White, y descubre los secretos de un insigne carnicero toscano. El diario de una locura gastronómica que duró dos años. Una fiebre, un delirio glotón, que le llevó a abandonar su oficina y su trabajo en la revista The New Yorker para intentar, entre otras cosas, descubrir la introducción del huevo en la composición de la pasta.
"Me fascinó el pathos del interior de Italia. Tardé año y medio en acabar de escribir el libro. La estructura se basa en mi experiencia, un tanto extraña, desde la ebullición de la cocina hasta mi convalidación en Italia. Ahora soy una persona distinta", explica, agarrado a un café en vaso de plástico. Parece que la pantagruélica cena de anteanoche, con 16 platos y varios litros de vino de por medio aún le está pasando factura. "Aprendes a comer. No hay que acabar cada plato, pero el vino siempre es lo que falla, es difícil no bebértelo todo", se excusa.
Buford es osado. Tanto como para cocinar e invitar a cenar en su casa a uno de los chefs más importantes de la ciudad. Un gesto que cambió su vida. Con el inmenso Mario Batali y su característica coleta pelirroja llegó la revolución. Carismático, excesivo e infatigable, esta estrella mediática culinaria estadounidense aceptó poco después al periodista en su restaurante. "Mario es el chef más listo que he conocido. En Madrid, en su adolescencia, descubrió la verdadera comida. Si creces en América, eso es una revelación". Lo que iba a ser un trabajo temporal para Buford se convirtió en una pasión incontrolable. "Siempre imaginas que ocurren cosas misteriosas en las cocinas donde se preparan esas preciosas comidas, pero cuando lo vives, todo cambia".
Ávido de experimentar en primera persona, Buford parece entender el periodismo como un deporte de riesgo. Al referirse a su método, habla de Kapuscinski. "Él contaba historias que la gente no había oído, como si fueran cuentos de hadas. Pienso que como en el caso del periodista de viajes, se trata de ir a un sitio y experimentarlo, pensar, y luego volver con algo que el lector no conoce".
En la cocina de Batali pronto olvidaron que el patoso aprendiz escondía una pluma. Sudaba la gota gorda como todos, pero cada noche al volver a casa tomaba notas. En Calor describe a sus compañeros con afilado esmero y mucho humor. "Así es como quieren ser retratados, como dementes y paranoicos", bromea. Las escenas "al límite de lo higiénico" se suceden: los platos cocinados por la mañana se apilan cubiertos en el suelo, la carne literalmente se besa para saber si está en su punto, la basura puede ser un filón para la inspiración. "Es una situación delicada, más acceso implica más confianza. No hay reglas, pero sabes que todo el material que tienes no lo puedes usar", confiesa.
En los ochenta, Buford ya dio muestras del impetuoso temperamento que esconde tras su amable sonrisa. Durante casi una década compaginó su trabajo como editor en la mítica revista literaria Granta con la inmersión en el universo hooligan británico. Entre los vándalos, su primer libro, documenta aquella experiencia. "Nadie había estado cerca de ellos y me metí. En el caso de la cocina, sí se habían escrito cosas, pero eran un poco planas".Buford define a los habitantes de las cocinas como adictos a la adrenalina. "Muchos de los grandes padecen ADD (Attention Deficit Disorder) o dislexia. Marco Pierre White es un caso extremo de esto. A los cocineros les estimula la situación límite". Se refiere con admiración a los chefs. "Ellos pueden hablar abstractamente de comida, de determinados sabores y descifrar cuáles van ligados. Y empiezan a jugar, como Ferran Adrià. Si hay un artista, ése es él". ¿Es un arte la cocina? "Definitivamente, es alta cultura". Hace tiempo que abandonó la zona de alta presión de los restaurantes. Ahora Buford trabaja en una oficina que The New Yorker tiene para sus escritores. Cuenta que cocina de acuerdo con las estaciones. "No me quiero poner verde como Al Gore, pero creo en la integridad de la tierra. Si sabes de dónde viene la comida, participas en la naturaleza y en la felicidad". De camino al mercado de Union Square, define la pasta como un plato "reflexivo". Frente a los puestos de hortalizas recupera la vitalidad voraz. "Tengo una personalidad un tanto esquizofrénica. Me deprimo si no cocino y me siento bajo de moral si no escribo". -
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