Mi vida en busca y captura
Miguel Montes Neiro entró en prisión hace 35 años. Y ahí sigue, pese a no tener delito de sangre alguno. Ahora cuenta su historia a EL PAÍS en un locutorio de la cárcel granadina donde vive con 61 de edad
Entre fugas y delitos, Francisco Miguel Montes Neiro ha pasado más de la mitad de su vida preso. "Ahora dicen que saldré de la cárcel en 2021. Entonces tendré 71 años. Yo no viviré 10 años más... Ni quiero vivirlos aquí dentro". Con sus fugas ha arañado 1.386 días de libertad. Si los descontamos del tiempo de sus condenas, este hombre ha pasado casi 32 de los últimos 35 años entre los muros de las prisiones españolas. Exactamente 8.775 días; es decir, 526.500 horas, en las que el tiempo parecía haberse detenido para él. Y entre la veintena de causas que se le atribuyen no hay delitos de sangre.
Sus arrugas parecen marcadas por el sufrimiento más que por sus 61 años de edad. Pelo blanco, bigote espeso y el cuerpo hinchado, pero sin músculos, a consecuencia de las tres huelgas de hambre que ha hecho para pedir el indulto. Acumula causas por robo, atracos, tenencia ilícita de armas, desacato, documentación falsa o delitos contra la salud pública. Tiene fama de ser el preso más antiguo de España, pero un portavoz de Instituciones Penitenciarias asegura que no es exacto: "Ha pasado largos periodos en la calle, en los que ha vuelto a delinquir. Perdonarle porque lleva mucho en la cárcel sería como dar vía libre para cometer delitos a quien ha cumplido muchos años".
En sus fugas conoció a la que sería su mujer. Se divorció, volvió a enamorarse, vivió en África y tuvo dos hijas
"Si me hubieran aplicado el ojo por ojo, no me habrían causado ni la millonésima parte del daño que he sufrido"
Granadino de alma flamenca, vive hoy castigado por sus reiteradas fugas: mantiene el primer grado y el último permiso que obtuvo es de 2009. Fue por la muerte de su madre, eran dos horas, pero no se presentó cuando acabó el tiempo. Ahora está en Albolote, a unos 25 kilómetros de Granada. Todas las semanas acuden a visitarlo alguno de sus cuatro hermanos o sus hijas, pero no siempre les dejan entrar. "Las excusas son impredecibles. La última vez que protesté me prohibieron entrar durante seis meses", cuenta su hermano Manolo, mientras su hijo conduce a la prisión. A poco más de un kilómetro de la cárcel, el móvil pierde la cobertura: "Hay inhibidores", explica. "Hubo un tiempo en el que todos los presos tenían un móvil propio que les pasaban los familiares. Podías hablar con él siempre que querías".
La prisión está pensada para maquillar la dureza de las vidas que encierra. Abundan los colores, mezclados sin demasiado concierto, y el recibidor tiene un cierto aire a colegio pasado de fecha. Al fondo de la cafetería cuelgan unos dibujos de Piolín y algunas manualidades, pero la estética de guardería no logra desviar la vista de las rejas de las ventanas, y en los baños los espejos no son de cristal, sino de un plástico barato que deforma todo lo que refleja.
En la barra, un preso de segundo grado atiende a los familiares de los presos que esperan a que den las cinco. En su naturalidad se nota que las visitas de los domingos hace tiempo que son una rutina. Todos han dejado ya sus pertenencias en consigna: móviles, grabadoras. A Manolo solo le dejan llevar unas hojas arrancadas del cuaderno y un bolígrafo para ver a su hermano. Padres, mujeres, amigos e hijos, el guardia lee la lista de autorizados y uno a uno van pasando por el detector de metales.
En el locutorio 19, Manolo y su hijo se sientan a esperar a Miguel. Es un cuarto estrecho y mal aislado de las otras cabinas. Un cristal permite ver de cintura para arriba a la persona que está enfrente. El vidrio acaba en una franja de metal con agujeros por los que se habla con el preso. Están sucios, pero Manolo prefiere este sistema a los telefonillos que hay en otras cárceles: "Esto se oye mal, pero así al menos podemos hablar varios con él". En el cristal están marcados los labios de la última visita que lo besó.
En seguida llega Miguel, polo azul claro, una coca-cola en la mano y una sonrisa de bienvenida. Choca la mano a su sobrino a través del vidrio. "¿Quién es esta chica?", pregunta señalando a la periodista. Manolo le contesta que es la novia de su sobrino, al tiempo que pega un papel con una palabra escrita en el cristal. Miguel elige una de las dos gafas que lleva colgadas al cuello y lee arrugando los ojos: "¿Periodista?". A partir de ese momento centra su atención en la desconocida: hasta ahora, todo el contacto con la prensa lo ha tenido mediante cartas; por fin puede contar su historia.
Empieza cuando tenía 26 años, en un calabozo del cuartel de Ceuta en el que prestaba servicio como legionario. "¿Dónde está el subfusil?". Estaba desnudo, atado, apaleado. No podía confesar, porque no lo tenía. "¿Dónde está el subfusil?". Así uno, dos, tres, cuatro, cinco días. Al sexto, el suboficial que lo había interrogado le invitó a un pitillo: "Bueno, Montes, perdona. Ya ha aparecido el subfusil, lo había robado un alemán". El liberador que había sido verdugo le soltó las ataduras, era un superior. No importó: Miguel le dio un puñetazo. Era 1976: dice que, en castigo, le impidieron volver al grupo de regulares 3 en el que prestaba servicio y luego lo acusaron de deserción.
No era la primera vez que pisaba la cárcel. La conoció cuando tenía 16 años, tras un robo en el barrio granadino del Zaidín. Su hermana mayor, Encarna, está convencida de que había una mano negra detrás de aquella primera detención: "A los 12 años, mi hermano jugaba a indios con otros niños. Un día, su flecha golpeó sin querer a otro niño, que era el hijo de un policía nacional. El padre nunca se lo perdonó".
En el locutorio 19, Miguel casi no oye: "Vamos a otro que está libre". En el nuevo cuarto, igual que el anterior, pero con los orificios de la comunicación menos obstruidos, escucha la pregunta, pero parece querer pasarla por alto. Es sobre otra de las fechas que marcó su expediente: el motín de 1978. Tenía 28 años y lo habían trasladado a Albolote, cuando aún no existían ni los planos de la prisión donde está ahora. Aquellos días en los que la cárcel fue de los presos: "¿Que si participé?... Hombre, allí estábamos todos. Lo que hicimos fue poner colchones a ambos lados de las puertas, que entonces eran de madera, y prenderles fuego. 'No volverán a encerrarnos como perros', decíamos".
En una entrevista anterior, El Guille, otro preso que también participó en el motín, daba una visión más cinematográfica: "Ríete de Mala Madre"
[en alusión al personaje interpretado por Luis Tosar en Celda 211]. El Guille, con aspecto de náufrago, barba blanca y perfume de maría, conoció a Montes en la Legión y luego coincidieron en varias ocasiones. De su relación queda una fecha: 1981, Granada. El día que Guillermo y un compañero atracaron una joyería, al arrestarlos afirmaron que también había participado Miguel Montes Neiro. Años más tarde firmó una declaración en la que aseguraba que culpó a Montes por "la presión policial" a la que se vio "sometido".
En el despacho del abogado de Miguel, Encarna revisa una y otra vez la lista de delitos de su hermano, convencida de que otra condena por su participación en un atraco a una joyería de Córdoba debería ser revocada: una de las víctimas escribió reconociendo que Miguel "desistió del robo". Su abogado, Félix Ángel Martín, no le quita la razón y argumenta que si se le aplicaran los beneficios penitenciarios que ha acumulado y los días en preventiva, Miguel sumaría 41 años cumplidos de cárcel. Pero sabe que legalmente las cuentas de liquidación de condena son interpretables, por eso apela a la humanidad de quienes pueden hacer algo: "No pedimos que se indulte lo que queda porque sea inocente, sino porque ya ha pagado por el daño que ha causado".
Convencido de que no merecía entrar en la cárcel, Miguel siempre consideró su libertad como un derecho. Por eso nunca ha dudado en fugarse cuando ha visto la ocasión. Un portavoz de Instituciones Penitenciarias da una lectura menos romántica: "Cada vez que Montes Neiro ha tenido un permiso, se ha escapado, y cada vez que ha estado en la calle, ha delinquido". Con los años, Miguel ha llegado a arrepentirse de los delitos que reconoce haber cometido, pero nunca de sus fugas: "Nunca he visto cerca el final de mi condena, volvería a escaparme si pudiera". Toda la vida que Miguel quiere recordar de estos últimos 35 años se reduce a dos periodos en condicional y a los 1.386 días que consiguió pasar fuera de los muros de las cárceles: es el tiempo que ha robado con sus huidas. "Si no fuera por esos momentos, ¿cuándo hubiera estado yo con mi familia?", pregunta con tanta humanidad que resulta difícil rebatirle mirándole a los ojos. En una de las fugas conoció a la mujer con la que se casaría para divorciarse más tarde. En otra volvió a enamorarse y tuvo dos hijas, Estrella, de 13 años, y Ángeles, de 15. La fuga en la que fue padre vivió en Marruecos, pero volvió a Andalucía porque echaba de menos estar con toda su familia. Es la vez que más ha estado fuera. "En la calle siempre he vivido cada momento como si fuera el último, porque cada momento podía serlo".
Aún hoy no puede evitar un gesto burlón cuando se le pregunta por sus escapadas, como si fuera un niño que ha ganado a sus perseguidores en un juego infantil. "¿Quieres oír historias de fugas? Podemos estar toda la tarde. Mi hermano ha corrido por los tejados como Spiderman", dice Manolo con tono divertido. No es orgullo criminal, sino admiración hacia su hermano mayor, de quien dice que "siguió siendo hombre" donde otros son solo presos.
Miguel es un mito para su familia. De sus días de cárcel han salido auténticas leyendas, agrandadas por los años, las cervezas y las repeticiones. Los más pequeños apenas lo han conocido, pero todos recuerdan al tito Miguel. "Tiene sed de familia", dice su hermana. Han llenado su ausencia con historias, como la huida en el 79 de la prisión militar de alta seguridad de Ceuta cuando estaba en una celda de castigo por insubordinación: "Allí descubrió que aquel zulo estaba cerca de las cloacas y consiguió escapar".
-¿Cómo llegó a las cloacas?
-Ningún preso cuenta toda la verdad de cómo se fugó, nunca saben cuándo tendrán que volverlo a hacer.
Es solo una de las muchas fugas de Montes. En su historial constan cinco reconocidas y penadas, su especialidad: los hospitales. Sabe que bajan la guardia en el traslado y que el centro sanitario está menos vigilado: lo difícil no es huir, sino encontrar la excusa para la visita al médico. La más arriesgada fue en el 81, cuando intentó ahorcarse en su celda. No está claro si su intención era suicidarse o propiciar la huida; en cualquier caso, se despertó en el Hospital Civil de Málaga. Tenía dos costillas rotas por la reanimación y la piel del cuello hinchada, como si hubieran tejido la cuerda en ella. Sintió frío. Venía de la ventana. Nadie lo esperaba en casa cuando bajó del taxi.
Las mismas cualidades que le han permitido sobrevivir en la cárcel son las que, probablemente, hayan alargado la condena: cada fuga ha supuesto un expediente para los funcionarios que debían vigilarlo. "Mi hermano es una mancha en la carrera de muchos carceleros", afirma Manolo.
Desde el otro lado del cristal blindado, Montes asegura que siempre ha sido un fuguista, pero nunca un preso peligroso. Con los años se ha convertido en una figura en muchas cárceles: "A veces los llamo [a los reos] al orden". En julio de 2011 demostraron su apoyo al firmar más de 30 presos un escrito en el que se mostraban dispuestos a acompañarle en la huelga de hambre que hacía entonces. "Lucho por mi libertad, no por la vuestra", asegura que les dijo. En aquella ocasión, Miguel estuvo 120 días sin comer; abandonó ante la súplica de su familia. Desesperado desesperado ante la parálisis de su situación, el día 1 de octubre inició una huelga de hambre que abandonó el viernes: pasado "Morir despacio es de primos. Quiero vivir o morir de una vez".
En su tiempo libre devora libros con los que mata las horas y juega a soñarse libre. Se le nota al hablar. Se desahoga escribiendo cartas, mensajes a nadie en los que pide ayuda y cuenta su dolor: "Cuando me miro por dentro es como romper un espejo en mil pedazos, y en cada uno se va rompiendo otra fe".
En su juventud, Montes se formó como fontanero, pero está convencido de que si recuperara la libertad, podría ganarse la vida como escultor. Desde la cárcel ha vendido algunas obras, la mayoría bustos del cantaor flamenco Camarón. Tan buen recuerdo guarda de su viejo amigo que envía los beneficios de las ventas a la viuda del artista, La Chispa, que atraviesa dificultades económicas porque solo heredó los derechos de autor de 17 canciones, ya que la SGAE consideró que el cantante era solo un intérprete.
Poco después de haber sido padre por segunda vez, lo pilló la policía y volvió a la cárcel. Cuando sus hijas iban a visitarlo, les decía que estaba en una fábrica de cerámica. Ellas le contestaban: "Papi, ya tenemos mucho dinero. No sigas trabajando y vente con nosotras". No supieron que su padre estaba preso hasta que en su siguiente fuga la policía lo detuvo en casa. Sus niñas son su única ilusión: se presenta a los campeonatos de ajedrez que organiza la cárcel porque el premio es un vis a vis extra. Ha ganado dos.
La celda de Miguel, su chabolo como lo llama, se ha convertido en su casa y se pregunta si sabría vivir fuera de ella: "¿Dónde está la reinserción? Si alguna vez salgo de aquí, voy a necesitar un psicólogo, porque toda la vida que conozco está aquí adentro". En la prisión impera la ley carcelaria: "Hay tres cosas que no se puede ser en prisión: un violador, un abusón y un chivato. Si rompes cualquiera de esas reglas, solo tienes una opción: quitar la vida o que te la quiten".
-¿Y el asesinato?
-Depende. Está mal visto si es un abuso, pero no si es un ajuste de cuentas.
Con hepatitis C y 61 años, Miguel está cansado de no poder bajar la guardia, solo quiere que no le molesten. Le acompaña un gorrión con el ala rota que encontró en el patio: "Es lo único vivo que hay en mi celda". No siempre consigue aislarse. Su último encontronazo, hace unas semanas. Según el parte de la prisión, un funcionario le espetó que tenía que bajar al patio:
-¿No conoces las normas?
-Llevo más tiempo en la cárcel que usted vivo.
La Defensora del Pueblo en funciones, María Luisa Cava de Llano y Carrió, solicitó su indulto en mayo de este año, la primera vez que esta institución lo hacía en democracia. Pero los primeros pasos hacia esa solución no son alentadores: la Audiencia Provincial de Granada, la Fiscalía y la prisión de Albolote han dado informes negativos. Miguel se derrumba por momentos: "Ojos ya no tengo, boca casi tampoco porque me faltan dientes... Que se me condene si cometo otro fallo, pero los que cometí ya los he pagado: quiero una oportunidad para tener una vida con mis hijas".
Hasta ahora, las numerosas muestras de apoyo han mantenido viva su esperanza. Varios diputados han defendido su causa: Ignacio Uriarte e Ignacio Pons (PP), José Luis Barrado (PSOE) o Gaspar Llamazares y Cayo Lara (IU). "Miguel es la punta del iceberg de la cadena perpetua encubierta en España", afirma Uriarte. Este diputado por Valencia que fue presidente de Nuevas Generaciones explica que su defensa es compatible con la propuesta de Rajoy de instaurar la cadena perpetua revisable si llega al Gobierno: "Se aplicaría solo en casos de crímenes muy graves, y él (Miguel) no tiene delitos de sangre".
En la prisión, un funcionario recorre los locutorios: ya ha acabado el tiempo. "Bueno, tengo que irme", dice Miguel, como si volviera al trabajo. El aparente buen humor no borra una de sus últimas frases: "Si me hubieran aplicado a mí la ley del talión (ojo por ojo), no me habrían causado ni la millonésima parte del daño que he sufrido".
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