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LECTURAS COMPARTIDAS

Cuando la vida hace daño

Rosa Montero

Son ocho capítulos, en realidad ocho cuentos. Porque cada uno se puede leer de manera autónoma. Pero estas ocho piezas se van entretejiendo, se van engarzando, y acaban construyendo una historia entera. Una historia cotidiana, modesta, sencilla. Porque, literariamente, Elvira Lindo siempre ha tenido la vocación de la sencillez, de lo doméstico, lo menudo, lo humilde. Recordemos que su anterior novela, la estupenda Una palabra tuya, tenía a una barrendera como protagonista: ¿se puede pensar en un personaje más claramente antiépico? La protagonista de Lo que me queda por vivir es, digamos, menos proletaria, pero también se mueve en esos confines polvorientos de la sociedad, allí donde llegan difícilmente los rayos del sol y la vida no es que sea cruel, sino que es fea, de una fealdad abrumadora que asfixia y desespera. Y cuando hablo de confines polvorientos no me refiero a un lugar, a una barriada (Lindo no suele escribir sobre ciudades sino sobre barrios: otra muestra de su deliberada elección de lo pequeño), sino a una desolada manera de existir.

Además esta novela tiene, en apariencia, mucha relación con lo real, con lo biográfico. Con la vida de la propia Elvira Lindo. Ella misma ha dicho, en la promoción del libro, que se trataba de su obra más íntima, más personal. Pero no hay que confundir el texto con unas memorias: en realidad es ficción, o eso que ahora los críticos llaman autoficción y que consiste en convertir al autor en un personaje, en una sombra chinesca y mentirosa. En jugar al equívoco con uno mismo, en suma. Es un registro que cultivan muchos escritores, pero es probable que a Lindo le hagan pagar un precio por hacerlo. Quiero decir que, cuando Cercas o Marías, por ejemplo, escriben novelas que aparentemente están muy próximas a sus propias vidas (los dos son grandes frecuentadores de esa frontera biográfica), todo el mundo habla de sus textos con pleno respeto literario; pero de Lindo ya están diciendo algunos que Lo que me queda por vivir es en realidad un libro de memorias, como si eso rebajara su categoría. Sospecho que es un prejuicio de género: en los novelistas varones, lo personal siempre tiende a ser visto como ficción, pero, en las escritoras, incluso la ficción más evidente tiende a ser tomada como algo personal.

Por eso quiero repetir que este libro es una apuesta claramente literaria. Lindo juega con la realidad, y lo hace muy bien. Su novela es siempre emocionante, siempre interesante, y a veces, como en el primer capítulo ('Lo sabe') y en el séptimo ('El huevo kinder'), deslumbrante. Cuánto ha aprendido esta mujer. Su prosa es madura y de una rara, desnuda sabiduría. Por ejemplo: la narradora siempre se refiere a su hijo pequeño, con el que se ha quedado tras un divorcio, como el hombrecillo. Y ya solo con eso nos está diciendo muchísimas cosas sobre esa relación desesperadamente solitaria de la madre y el crío, ellos dos unidos contra el mundo, náufragos aferrados a un tablón en un mar de tormentas.

El libro, en fin, está lleno de atinadas observaciones. Por ejemplo: "De pronto interrumpía la canción y se quedaba pensativa, como si estuviera imaginando esa otra posible vida que siempre se pierde por vivir la propia". O bien: "La mentira grave, esencial, puede producirse por respeto, por miedo o por cariño a la persona a la que se le cuenta, pero las pequeñas mentiras, esas que se suceden unas a otras, que se amontonan como las cagadas de paloma, son las que acaban definiendo al mentiroso, que miente y olvida, miente y olvida". Y también: "Nadie observa con más agudeza que el que desea ser querido. Es una atención parecida a la de los perros hacia el amo". O esta otra: "Actuaba de esa manera fraudulenta en que a veces tratamos de ser nosotros mismos cuando nos sentimos observados". Son frases que difícilmente aparecerían en un libro de citas, porque carecen de pompa y de énfasis. Son frases veraces, sutiles y sensatas. Toda la novela es así: no es un texto declamado ni tallado en piedra, sino una historia que alguien te susurra al oído. Casi sientes la tibieza de su aliento sobre tu piel.

Pero no hay que confundirse. La querencia estilística de Lindo hacia lo doméstico, lo humilde, lo pequeño, no está en absoluto reñido con la grandeza. En una cabeza de cerilla caben galaxias de átomos, y en un pueblucho sin nombre de La Mancha enloqueció nuestro personaje más universal. La historia que cuenta Elvira de esa mujer y ese niño en un mundo enemigo es la historia eterna de la necesidad de ser querido y la dificultad de conseguirlo; del dolor de la pérdida, de la muerte y la culpa. De la indefensión y de la inseguridad esencial, esa que te agujerea de arriba abajo y te deja vacío. En la novela de Lindo, la vida hace daño. Sin aspavientos, sin exageraciones, la narradora avanza por las páginas hacia su perdición, hacia una catástrofe personal que se cuenta con discreta elegancia y de la que se salva por muy poco. Y todo sucede, por así decirlo, en nuestra propia casa, todo es reconocible, todo es cercano, estamos hablando de la vecina, de la prima, de la hermana; estamos hablando de nosotros mismos en alguna madrugada demasiado oscura. Esto es, los escenarios y las situaciones no pueden ser más vulgares; pero las emociones cortan como extraordinarios filos de diamante. Y, así, en el espléndido capítulo séptimo, por ejemplo, una simple sesión de cine de barrio de la madre y el niño se convierte en una escena brutal e inolvidable, en un perfecto retrato de la desolación. Los capítulos de este libro son como esas pielecillas que algunos se arrancan de alrededor de las uñas y que a veces van manchadas con una gota de sangre. Vida elemental y básica y pura.

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