Pura literatura
Alrededor del siglo VIII después de Cristo, la gente había caminado hacia Ch'ang-p'ing, actual distrito de SS-shui (Sangtung), para visitar la tumba de Confucio, hacia Mathura para ver en dónde había nacido Krishna, pero también hasta la Meca, hasta Jerusalén, Eleusis, Olimpia, Delfos y, en la época Nara (710-784) y a través de las rutas de peregrinación japonesas de Saikoku y Chichubú, Nichiran, Hónan, Shiran, Kyoto y Shikoku hasta todos los lugares de culto nipones. Hasta la misma Roma caminó la gente cuando le vino en gana y sigue haciéndolo. Al ser humano siempre le ha dado por subirse a los montes, acaso en imitación de las cabras, o largarse a pasear lo más lejos posible de los lugares en los que ha venido al mundo.
La nómina literaria relacionada con la catedral y sus milagros, sus leyendas y sus santos acabaría por resultar deleite de eruditos
Alrededor del siglo VIII después de Cristo, las peregrinaciones a Jerusalén habían perdido gran parte de su capacidad de convocatoria, habían terminado las cruzadas, los mitos se habían venido abajo, y Roma estaba como estaba, es decir, flojita en este tipo de cuestiones. Había que buscar alternativas. Se intentó con san Andrés, actual patrón de Escocia. Al parecer, en el siglo IV, san Régulo, luego de ser debidamente visitado por un ángel, se encargó de trasladar las reliquias del apóstol, nacido en Betsaida y crucificado en un aspa -desde la que predicó a veinte mil impasibles personas que lo escucharon durante los dos días en los que les predicó entusiasmado mientras no exhaló el último suspiro-, hasta la actual Saint Andrews, ciudad muy conocida por ser cuna del golf, aunque algo también por albergar los restos de este discípulo de Cristo, restos que debieran haberla convertido en un lugar de peregrinación, ubicado en uno de los Finisterres europeos.
Alrededor de siglo VIII después de Cristo, el islam se había definitivamente destapado y se hacía preciso marcar una frontera, un muro de contención de lo que se anunciaba un imparable avance, más o menos como hoy, pero con la diferencia de que entonces había santos y milagros además de imaginación. Durante siglos ese hombre caminante del que se habló un par de párrafos atrás había seguido la ruta de la Vía Láctea en busca de los Ara Solis que festoneaban el occidente europeo para contemplar al sol, adorándolo, mientras se hundía diariamente en las profundidades de lo que aún se conocía entonces como el Mar Tenebroso, poblado de Leviatanes y otros bichos mitológicos igualmente temibles. Entonces, el obispo Teodomiro, con la imprescindible ayuda de sus discípulos Teodoro y Anastasio, y el inestimable apoyo de Alfonso II el Casto, procedieron a la inventio del descubrimiento del lugar en el que reposaban los restos de otro apóstol de Jesús El Cristo en un lugar llamado Compostela, es decir, lugar de enterramientos, pudridero, no campo de estrellas, que siendo más poético y luminoso es menos cierto. Como se ve pura literatura. Tuvieron mucho más éxito que san Régulo y, desde entonces, superpuesto al culto precedente, persevera el culto, la peregrinación a Santiago de Compostela y a su catedral. Pura literatura.
Desde el Liber Sancti Jacobi, conocido como el Códice Calixtino, que es algo más que un libro, la literatura ha sido la más preclara ilustración de lo que el camino y la catedral en la que este culmina significan; por ejemplo, el propio códice contiene, además de los dedicados a la piedad, libros en los que, como sucede en el quinto, se dan informaciones desde las de índole estrictamente turística, que hacen de él la primera guía del camino, hasta otras que diríamos de orden sociológico; por ejemplo, en su capítulo VII, las relativas a las aficiones que los navarros sentían por las caballerías.
Por el hilo conductor del camino se llega, a través de los siglos, hasta el pasado y aún reciente siglo XX y a no pocas de las expresiones literarias suscitadas por la catedral que está de secular celebración en estos días. Desde Danza da lúa en Santiago, de Federico García Lorca, uno de sus Seis poemas gallegos, pasando por Ángeles de Compostela, de Gerardo Diego, tal recorrido literario puede detenernos, por ejemplo, en el compendio de notables disparates sustanciados por Paulo Coelho en su libro El peregrino en Compostela. Diario de un mago, que le valió la Medalla de Oro de Galicia, concedida que le fue por el presidente responsable de la erección de la Ciudad de la Cultura, el señor Fraga Iribarne, hasta rendirnos, exhaustos, al resultarnos fatigoso en exceso. Quizá por eso debiéramos reducirlo, aliviándolo en unos pocos y significativos nombres que la historia ya ha fijado.
Así, ciñéndonos a la catedral y sus virtudes, podremos recordar desde Álvaro Cunqueiro que, sin titubear, es de sospechar que con total convencimiento, al menos literario, afirmaba que las vibraciones de las campanadas que bajaban desde la torre Berenguela de la catedral (siguen haciéndolo hoy, cuando la calidad ya está garantizada) mejoraban muchísimo los vinos del Ribeiro almacenados en los toneles de los bares ubicados en las rúas de O Franco y A Raíña, hasta Gonzalo Torrente Ballester, que describe en Fragmentos de Apocalipsis cómo en la citada torre el sacristán de la catedral cuidaba un gallinero y una piara con cerditos, pasando por Suso de Toro, que la ocupa con sus personajes casi todo a lo largo de su novela Trece campanadas, o Javier Sierra, que, en la suya más reciente, Ángel perdido, hace partir de ella toda la acción contenida en su trama, así, ciñéndonos a ella, la nómina literaria relacionada con la catedral y sus milagros, sus leyendas y sus santos acabaría por resultar deleite de eruditos y sublime coñazo para los simplemente interesados en el tema. Circunstancia esta que aconseja poner punto final, aquí mismo, ya.
Alfredo Conde es autor de Huesos de santo (Edhasa. Barcelona, 2010. 448 páginas. 14 euros), novela que gira alrededor del descubrimiento de la identidad de los restos del apóstol Santiago.
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