Prenda del atardecer
La cultura griega es promisoria, siempre de amanecida. No faltan en ella los elementos de la negatividad del mundo -los griegos inventaron la tragedia- pero una positividad, una afirmación de lo humano aún mayor, se impone frente a tensiones y antagonismos. Homero canta a la aurora de rosáceos dedos y presenta héroes cuya existencia es tan poderosa que basta para redimir las sordideces y pesadumbres del humano vivir. En Grecia no hay atardeceres. Dice Erwin Panofsky: "Sin demasiada exageración, podría afirmarse que Virgilio descubrió la tarde". No el Virgilio de La Eneida o las Geórgicas, sino el de los idilios dulces y elegíacos de las Bucólicas, bañados en la melancólica luz del atardecer. En la décima y última égloga Galo muere de amor no correspondido por la coqueta Lícoris y el poeta, un pastor que asiste a la escena, cuenta cómo, para consolarlo, se acercan Apolo, Silvano y Pan al pie de la solitaria roca, donde se lamenta el desesperado amante. Es inútil. Galo termina su canción sin despecho, pero en tono fatalmente resignado, como quien acepta su final: "El Amor lo vence todo; también nosotros cedamos al Amor". Y el poeta le dice entonces a sus ovejas: "Volved a casa, saciadas. Volved, cabrillas mías, que ya está aquí la estrella de la tarde". La Roma clásica no sólo nos legó obras jurídicas y de ingeniería; en ese verso latino -"ite domum saturae, venit Hesperus, ite, capellae"- Roma inventó el atardecer. Mi gratitud.
Al cambiar el decorado -del día a la noche- uno cree adivinar la tramoya que hay detrás del gran teatro del mundo
Durante siglos, la belleza fue entendida como forma. Era una definición que convenía a las cosas complejas, compuestas por varias partes enlazadas armoniosamente por una misma symmetria. Pero Plotino quiso describir la belleza del Uno, aquello simple y sin partes que está más allá de las formas platónicas, y dijo que la belleza era luz incorpórea. Poco después Pseudo-Dionisio dará la fórmula para toda la Edad Media: belleza es forma y luz, consonantia y claritas. En la tradición prevaleció el ideal del límite y de la proporción. A partir de la traducción que Boileau, en el XVII, hizo de la famosa obra retórica de Longino, empezó a distinguirse entre lo bello y lo sublime. Lo bello es el esplendor de una forma perfecta, mientras que lo sublime reside en el sentimiento que produce la presencia de lo grandioso, evocador de algo infinito, desmesurado, ilimitado. El placer de lo portentosamente imperfecto.
Si los atardeceres son bellos, lo son en primer lugar porque esas horas crepusculares resaltan las formas silueteadas de las cosas. Aunque haya sido explotado ad nauseam por la industria de la reproductividad técnica, el espectáculo conserva el aura del primer día de la creación. El sol vespertino, que el ojo humano ve ahora más grande que cuando reinaba en lo alto, ya no es como antes un sol de justicia sino un sol de misericordia. El mundo, suavemente cambiante, se lentifica y convida a pensar con indulgencia sobre uno mismo y los demás. "Al atardecer de la vida nos examinarán del amor", dijo el autor del Cántico espiritual. Al mismo tiempo, la luz tornasolada presta una nueva profundidad a los objetos, que adquieren sombra, y a nosotros nos concede una extraña lucidez de duermevela: ya dijo Hegel que al caer de la tarde levanta el vuelo la lechuza de Minerva. Ser sabio es verle la espalda a las cosas; y, en efecto, al cambiar el decorado -del día a la noche- uno cree adivinar, aprovechando un descuido de los operarios, la tramoya que hay detrás del gran teatro del mundo.
Pero si el atardecer posee la belleza de la forma, posee con más motivo la belleza de la luz, pues sobre todo es resplandor y claridad. Cuando el sol se pone -ese ojo incandescente, ese huevo pitagórico, esa decoración futurista-, el cielo, convertido en un murmullo de brasas, se enriquece con una variedad de tonalidades templadas, de una elegancia natural. El ocaso ilumina sin quemar y dora el aire con un hálito tibio. Tan grandioso es el portento lumínico -ese "rosicler divino" del verso de Góngora- que la belleza, aunque cotidiana, repetitiva y previsible, se hace sublime. Y sublime, según Kant, es aquello en comparación con lo cual toda otra cosa es pequeña. Por eso cuando vemos atardecer sentimos nuestra parvedad consustancial y tomamos conciencia de nuestra mortalidad inevitable. Belleza y muerte.
Todos los días de mi adolescencia me asomaba a la terraza de mi casa para ver el sol ponerse detrás de los edificios fronteros. En mi pecho los tempranos presentimientos se mezclaban con el miedo a entrar en un mundo que no me daba ninguna garantía de poder darles cumplimiento. Frente a las voces que ya me anunciaban los desengaños de vivir, el espectáculo de la tarde se constituyó en la única prenda fiable. Supongo que, a la mirada del científico materialista, el atardecer es solo un efecto óptico, reducible a una combinación de fenómenos físicos y atmosféricos. Para mí era la prueba -y lo sigue siendo- de que en este mundo nuestro, pese a sus conocidas miserias, lo más hermoso y sublime también tiene cabida, dando la naturaleza una corroboración diaria y pública de ello. Y en medio de tantas dificultades, el arte de vivir consiste en imitar a la naturaleza y estar a la altura de lo que ella sabe producir. Kant añade que si lo sublime contiene algo tan potente que nos intimida, por otra parte su contemplación nos hace descubrir, dentro de nuestra debilidad, una fuerza que antes no conocíamos. Porque comprendemos que lo más temible -tormentas, tempestades, volcanes y terremotos- puede arrebatarnos la vida sin nuestro consentimiento, pero nunca la dignidad, que es una capacidad de resistencia basada en una independencia y en una superioridad exclusivamente humanas.
No hay mayor dignidad sobre la tierra que la de ser hombre. Ni Apolo ni Silvano ni Pan podrán convencer a Galo. Sólo el atardecer, si abre los ojos a su significado.
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