Dickens también es para el verano
Por algún motivo enraizado en mi psicología profunda (suponiendo que, con los sobresaltos financieros de las últimas semanas, aún me quede algo de tal cosa) hay autores que se me antojan de verano y otros de invierno. De verano me resultan, por ejemplo, Coetzee, Marsé y Chéjov (aunque en muchos de sus cuentos nieve y haga un frío que pela); de invierno, Dostoievski, Onetti (a pesar de que en Santa María el bochorno se haga a menudo insoportable) y, sobre todo, Dickens. Y, sin embargo, lo mejor que he (re)leído en lo que llevo de verano ha sido La tienda de antigüedades (1841), publicada recientemente por Nocturna. Empecé por echar un vistazo a la traducción (de Bernardo Moreno Carrillo) con la idea de compararla con la clásica de Méndez Herrera (que fue la que leí en mi prehistoria), pero enseguida me sentí arrastrado por el irresistible caudal narrativo de uno de los más mayores novelistas del gran siglo de la novela. Ya sé que la historia de la desgraciadísima Nell Trent es particularmente sensiblera, y que Oscar Wilde, un victoriano tardío y burlón, se mofaba de sus cualidades lacrimógenas. Y no ignoro que la novela está lejos de alcanzar la excelencia de las obras maestras de las décadas de los cincuenta y sesenta (especialmente de David Copperfield, Casa Desolada, Tiempos difíciles, Grandes esperanzas o Nuestro común amigo), pero en ella está también el mejor Dickens. Incluido ese soberbio Daniel Quilp que merece figurar entre los más sublimes villanos del autor, junto con el sádico Wackford Squeers (Nicholas Nickleby), el repugnante Uriah Heep (David Copperfield) o el obsesivo (y complejo) Bradley Headstone (Nuestro común amigo). Dickens recuerda siempre a Cervantes, que es el novelista de quien aprendió a escribir historias dentro de las historias y a quien leyó cuando sólo era un niño. Por cierto que W. H. Auden incluyó en su libro de ensayos La mano del teñidor (Barral, 1976, hoy agotado) un brillante artículo (que les recomiendo) en el que se comparaba a don Quijote con el señor Pickwick. Por lo demás, los británicos se aprestan a conmemorar el bicentenario de Dickens (1812-1870) con una pompa y circunstancia a la que sólo harán sombra los Juegos Olímpicos de Londres. Para empezar a calentar motores, la BBC anuncia, para la vuelta del verano, nuevas adaptaciones televisivas de Great Expectations y de The Mistery of Edwin Drood, la novela que dejó sin terminar. Hasta yo mismo estoy pensando en dedicar el año próximo a la lectura -de la A a la Z- del corpus dickensiano. Menos tiempo perdería que leyendo algunas de las "apuestas" que me llegan estos días.
Stoichita
Al igual que el libro (el de Gutenberg), el cuadro es un invento relativamente reciente. Ambos tienen más o menos la misma edad y los dos se encuentran igualmente en entredicho o, si se prefiere, al final de una fructífera etapa. Al primero se le oponen los variadísimos dispositivos electrónicos de lectura que han proliferado en los últimos quince años y que, poco a poco, están minando la hegemonía y la exclusividad del viejo soporte. Al segundo lo cuestionan también las técnicas audiovisuales y muchos artistas contemporáneos a los que ya no les resulta suficiente un medio en dos dimensiones que proclama demasiado sus propios límites (subrayados a menudo por el marco). Victor Stoichita (Bucarest, 1949), uno de los historiadores del arte más interesantes surgidos en las últimas décadas, se ocupa de sus orígenes en La invención del cuadro (Cátedra), rastreando su trayectoria desde el retablo, la tabula quadrata y el quadro hasta el esplendor autónomo del lienzo barroco. Más concretamente, el marco cronológico de su investigación acerca de la "de la imagen pintada en Europa occidental" es el siglo y medio que se extiende desde el furor iconoclasta y protestante de Wittenberg (1522), que señalaría la muerte (simbólica) de la antigua imagen, hasta la creación de la pintura Cuadro al revés (hacia 1670-1675) del flamenco Cornelis Norbertus Gijsbrechts, en el que se representa el reverso de un lienzo, lo que para Stoichita señalaría "una experiencia límite que plantea el estatuto del cuadro como objeto figurativo moderno". Es decir, desde la inocencia de los primeros cuadros burgueses (ya no sólo grandes pinturas para templos o salones, sino transportables imágenes para decorar los interiores ciudadanos) hasta la autorreflexión implícita en la metapintura y el trampantojo barrocos. En esa trayectoria, el cuadro se transforma en un objeto creado para otro tipo de contemplación muy distinta de la que había prevalecido durante la edad media, al tiempo que se desgajan los géneros pictóricos y se transforma la idea que el artista tiene de sí mismo. La invención del cuadro, una reedición de un texto publicado hace una década por Ediciones del Serbal (traducción de la también crítica de arte Anna Maria Coderch, esposa de Stoichita), constituye una apasionante exploración de una época crucial de la historia del arte, y no decepcionará a quienes quedaron fascinados por el rigor y la capacidad de sugerencia de obras tan recomendables como Simulacros. El efecto Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock (Siruela, 2006) o Breve historia de la sombra (Siruela, 2006).
Tabletas
En los orígenes de la escritura está el mercado. Las tabletas mesopotámicas con incisiones cuneiformes son asientos de almacén, cuentas, recordatorios de debe y haber, albaranes. Nada lírico, por tanto. También contiene información económica la tableta de arcilla de hace tres mil años que ha sido encontrada hace poco en los alrededores de Iklaina, en el Peloponeso, y que los arqueólogos consideran la primera muestra de escritura europea descifrable. A su modo, unas y otra cuentan historias, de modo que emociona saber que se conservan y que son los orígenes de la literatura, que es otra forma de memoria. Google, que sigue empeñado en digitalizar toda la cultura escrita, calculó hace unos años que en el mundo se habían publicado en total unos 130 millones de libros (en cualquier soporte). Ahora los mismos digitalizadores han constatado que ciertas bibliotecas destruyen los ejemplares físicos de los libros cuando han sido digitalizados, como expurgo para conseguir más espacio. Brewster Kahle, que fundó en 1996 el Internet Archive para páginas web y libros digitalizados, ha decidido crear otro archivo muy diferente cuyo objetivo es conservar un ejemplar de cada libro físico publicado. Se clasifican, se meten en cajas con una referencia y se guardan en gigantescos contenedores ignífugos. Quién sabe: a lo mejor algún día se necesita contrastar el libro virtual con el real. Es como crear otra Biblioteca del Congreso (33 millones de piezas), pero cerrada a la consulta ordinaria. Solo como referencia. O para que alguien, en el futuro, pueda comprobar cómo era el libro que entonces tal vez ya sólo tenga existencia virtual.
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