Conseguir la inmortalidad
"El objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo un tiempo en el que quise prestar este objetivo al personaje central de una novela que, para mis adentros, llamaba El enemigo de la muerte". Por lo que sabemos (aún quedan inéditos por publicar), Elias Canetti nunca llegó a escribir ese libro que le obsesionaba y cuyo proyecto, estrellado en fragmentos, constituye el zigzagueante hilo rojo que puede guiarnos a través de toda su obra. Conocemos muchos autores que han pretendido alcanzar, por medio de sus escritos, la inmortalidad literaria: pero pocos que se hayan propuesto inmortalizar a todos los hombres, es decir, matar a la muerte. Sólo conozco dos, el propio Canetti y Unamuno. El primero de ambos reconoce con una mueca su complicidad con el otro: "Unamuno me gusta: tiene los mismos malos atributos que conozco por mí mismo, pero jamás se le ocurriría avergonzarse de ellos".
No hay en el pasado siglo una creación fragmentaria o aforística superior en cantidad y calidad a la que dejó Canetti: aún no la conocemos toda, sigue creciendo. Lo que la hace singular es su vocación teórica, alejada de efectos chocantes o humorísticos, de la tentación de deslumbrar. Siempre sostuvo que no hace falta sacar a desfilar el mero ingenio cuando realmente se tiene algo que decir y por ello su modelo fue el contenido y a veces opaco Joseph Joubert. Para Canetti, el empeño que trocea y dispersa su mensaje es parte precisamente de la batalla contra la muerte, su objetivo principal. Otros buscan la unidad y luchan por no desintegrarse, pero él sabe que la muerte es el enemigo que nos unifica irreversiblemente con su universalidad, por eso sigue la estrategia opuesta: "¡Cómo debe repartirse una y mil veces para conservar el aliento mediante el cual aspira al mundo! (...) ¡Cómo tiene que guardarse de calar hondo en demasiadas cosas, pues todo aquello en lo que cala se le acaba convirtiendo en nada!". Lo que pretende llegar al fondo, fijo y perpetuo, es precisamente la clave de lo que nos aniquila.
Como Unamuno a su modo y como Cioran al suyo, Canetti se zafa de la obligación de dar cuenta y razón metafísica de la protesta inverosímil que alza en él su voz contra lo irremediable. No le desanima verse ultrajado por exceso de subjetivismo. Al contrario, se regodea en ello y de este modo se hace insustituible para el lector y quizá también para quien pretende comenzar a escribir: "Di tus cosas más personales, dilas, es lo único que importa, no te avergüences, las generales están en el periódico". -
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