Víctimas de la revolución
La feliz rutina: tomarme un café con tostadas escuchando la radio. A veces me veo contestando sola, a veces me río. Como el otro día, escuchando a Francino. Hablaban de la buena imagen de España en el extranjero. Por resumir: a Ferran Adrià le homenajeaban en una universidad americana y unos creadores de videojuegos internacionalizaban sus ventas. Eran de Albacete. Una tertuliana concluyó: "Estos chicos, después de venir a probar suerte a la capital, decidieron abandonar su exilio madrileño y volverse a Albacete, y han descubierto que desde Albacete también se puede triunfar". Vaya. Creíamos que vivíamos en un mundo globalizado y ahora resulta que a uno de Albacete que se viene a vivir a Madrid se le denomina exiliado. Pero esto no es viejo. Es antológica la desconfianza con la que los españoles hemos mirado a los que abandonan su tierra. Hoy basta con cambiarse de provincia. No te digo ya si decides irte a otro país. Si decides irte a otro país, siempre hay un grupito que te mira como si te hubieras vuelto gilipollas. "Qué se habrá creído". En el fondo, el resentido agranda tu éxito, tu dinero, tu felicidad. Luego, hay otro grupo, ingenuo y bienintencionado, que te confiesa que haría lo mismo que tú, ¡irse, irse, poner tierra por medio! Al primer grupo, el de los resentidos, que le den morcillas, no quiero llegar a anciana afirmando lo que le oí un día a Jeanne Moreau: "He perdido parte de mi vida ahogada por la ansiedad que me provocaba lo que pensaran de mí". En cuanto al segundo grupo, me preocupa más hondamente, son ese tipo de personas que aspiran a cumplir un sueño irrealizable. Esto viene porque el otro día me escribió un compañero periodista que en estos momentos se encuentra, como tantos otros, en paro. Tras varios meses de inactividad, me dijo que había pensado en hacer la revolución. No pensaba mi amigo en salir a la calle a romper farolas, sino en una revolución personal: marcharse, con su mujer y su niña, a Nueva York. "Ella", me decía, "encontrará trabajo pronto como bailaora de flamenco, y yo trataré de meter la cabeza en un medio hispano. Si no me decido ahora, ¿cuándo?". Lo de hacer la revolución no tenía una connotación ideológica, sino cinematográfica. Por alguna razón, la película Revolutionary road ha intoxicado muchos corazones. No es la primera persona que me ha confesado sentirse alterada por el mensaje que destila la película: cumplamos los sueños antes de que sea demasiado tarde. El divorciado ha visto en la pareja DiCaprio-Winslet el calco del deterioro de su matrimonio; la mujer madura se ha lamentado por ese paso que no se atrevió a dar; la madre ha pensado en los hijos que tuvo sin desearlos, y el parado, que trata de encontrar una solución a su vacío, cree que la respuesta está en América. Pensé en no contestar a su carta. ¿Cómo menoscabar los sueños de otros? Pero, entonces, recordé un cuento de John Cheever que habla de la peripecia de una familia del Medio Oeste que marcha a Nueva York en busca de una vida memorable. Una pareja y una niña. La ciudad les castiga sin clemencia: al tiempo que vacía sus bolsillos, les roba los sueños atesorados durante tantos años. No resulta cómodo frustrar una ilusión, pero lo hice. Le hablé de esa ciudad en la que a buen seguro tendría que compartir piso con niña incluida, de las jornadas de trabajo sin fin, de la cantidad de gente de Queens, del Bronx, de Harlem que, antes que él, sueñan con tener un hueco en la isla; le advertí de la falta de apoyo que tendría para criar a la niña, de lo que es vivir fuera de casa cuando no tienes dinero en el bolsillo, de los periodistas que allí despidieron antes que aquí (son pioneros en todo) y de mí, de mi situación privilegiada. Le pedí disculpas por si en algún artículo he dado a entender que la vida allí es regalada. Y le recomendé, sobre todo, que leyera la novela de Richard Yates. Allí encontraría una lectura distinta. Cuando el matrimonio Wheeler sueña con irse a París, lo que está mostrando es una patética ignorancia: no saben francés, creen que van a encontrar trabajo, se ven a sí mismos como seres elegidos entre el resto de los vulgares vecinos del suburbio. Entran en un estado de delirio, provocado por ella, que sin tener madera de artista cree que sólo la vida de los artistas merece la pena. Encuentran en ese sueño la solución a una relación insatisfactoria y, por las noches, beben y planean su viaje, se ríen de los vecinos y beben, beben y se olvidan de sus hijos. Es un sueño alimentado, sobre todo, por el alcohol, un sueño de los años cincuenta. El novelista observa a su pareja de protagonistas con compasión. No les admira, les compadece. Pero el destino se burla de todo, hasta de la literatura: de pronto, esta novela de fracasados se lleva al cine, la protagonizan dos actores bellísimos y logra intoxicar la mente de espectadores fantasiosos. O fantasean con lo que no hicieron o con lo que debieran hacer. Se convierten ellos también en víctimas propicias de la revolución. Lo contrario, creo, de la voluntad del novelista, que, seguramente, no entendía cómo sus personajes estaban tan ciegos (de alcohol y sueños) que no podían disfrutar de la vida que se les escapa mientras hacían planes.
Es antológica la desconfianza con la que los españoles hemos mirado a los que abandonan su tierra
La idea de que hay que cumplir los sueños antes de que sea tarde ha intoxicado muchos corazones
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