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La ignorancia de los indignados

Ha habido reacciones para todos los gustos ante las movilizaciones del 15-M. Pero en casi todas ellas, incluso entre los simpatizantes, era común una parecida actitud: la suficiencia. Comentaristas resabiados no han dudado en echarse unas condescendientes risas a cuenta de la ingenuidad o la ignorancia de los que en las plazas españolas se reunían a discutir sobre cuestiones políticas. Lo mismo que en la radio hacen muchos de ellos cada mañana. A no pocos les llevo yo inventariada una lista de predicciones erradas, no ya de resultados electorales, sino de premios Nobel de Biología, final del terrorismo o fechas de salida de la crisis. Resultaría interesante llevarles la cuenta y publicarla al final del año. En condiciones normales de decencia, deberían retirarse de la profesión y esconderse por las esquinas no sea que la ciudadanía los reconozca. Sin ir más lejos, en los últimos meses, a propósito de Fukushima, Egipto o Bin Laden, hemos visto sostener una opinión y la contraria en apenas 24 horas. Las dos opiniones, naturalmente, con la misma rotundidad. Con ese historial y ese aplomo han despachado las opiniones de quienes han levantado la voz sin otra plataforma que la pública deliberación de sus problemas.

Las soluciones a los retos no vendrán de la asamblea, pero muchos opinadores se equivocan más
En Sol había ganas de discutir y de entender, de hacer propuestas. No está mal

No vale contraponer sin más la opinión de las gentes a la competencia intelectual de los informados. No ya porque los opinadores de nómina pocas veces acuden a los expertos para formar sus juicios, sino porque a los expertos también hay que tomárselos en dosis homeopáticas cuando pasan de las musas al teatro y se sueltan a opinar sobre el día a día. Hace pocos años, en un justamente famoso estudio, Phillip Tetlock invitó a cerca de 300 investigadores a realizar predicciones acerca de asuntos económicos y políticos, muchos de su negociado. Al final disponía de 82.361 asignaciones de probabilidad sobre hipotéticos acontecimientos futuros. El resultado, cumplidos los plazos, para cortarse las venas: no mejoraban al simple azar. Vamos, los mismos que un mono borracho apretando botones. Así que, modestia. Que aquí andamos todos a tientas.

El problema no es de la ciencia. Para mostrar que los resultados son menos seguros de lo que se cuenta no hay otro camino que más y mejores resultados. Cuando David H. Freedman, reputado estadístico, defendía en un artículo citado en mil lugares la investigación cualitativa, el trabajo del investigador sobre el terreno, que conoce en directo las cosas, apelaba a argumentos atendibles por los estadísticos, a las limitaciones de los modelos de regresión para abordar muchos asuntos sociales. No dudaba de la ciencia, sino de los científicos. Las teorías no se debilitan por las tonterías de quienes las invocan. Mientras la teoría de la evolución parece razonablemente firme, las

aplicaciones sin cuento para explicar cualquier cosa, desde un atentado terrorista hasta los trastornos de DSK, son simple novelería. Día sí y otro también lo que no pasan de ser -y en ocasiones no pueden dejar de ser- conjeturas más o menos ingeniosas se empaquetan en libros de divulgación y se facturan editorialmente como ciencia fetén. Desde luego, mejor eso que Paulo Coelho. Pero el lector ha de saber que no se enfrenta a las leyes de la termodinámica.

A veces, alguien se entretiene en mostrar que aquello es un fraude, como para su infortunio le sucedió hace un año a Marc Hauser, psicólogo evolucionista en Harvard, cuyas investigaciones mostraron tener más trucos que el cinturón de Batman. Pero eso, que te saquen los colores, pasa pocas veces. No porque falten tramposos o equivocados, sino porque resulta fatigoso y poco agradecido emplearse en tales menesteres, entre otras razones porque nadie dedica tiempo y recursos a desmenuzar las entretelas de las investigaciones ajenas, por ejemplo, en reproducir experimentos que llevan años. El coste de oportunidad de tales empeños es un congo. Los dineros acuden al que hace promesas, no al que se dedica a derribar las ajenas. No poca de la ciencia que nos asombra a diario en los periódicos se nutre del material de los sueños. Recuérdenlo la próxima vez que lean esa coletilla "estos resultados constituyen una promesa para". Pero, claro, sin la promesa, que no hay manera de emplazar en fecha y términos precisos, no hay dinero.

En Inside job, la película sobre la crisis financiera, por debajo de las trampas retóricas, que no faltan, asoma una descripción moral de los economistas que, entre otras cosas, invita a la reflexión acerca de los sistemas de incentivos de la profesión. Y de sus códigos deontológicos. Quizá sea cosa de poner en el frontispicio de las Facultades de Economía la sabia recomendación de Keynes: "Los economistas deberían ser como los dentistas, unos profesionales que se preocupan de hacer bien las cosas, con eficacia y humildad". Por supuesto, ejemplos de buen hacer no faltan. Sin ir más lejos, en los días que siguieron a la ocupación de las plazas, en el interesante blog de economía Nada es Gratis, Luis Garicano, profesor de la London School of Economics, inició un franco debate con algunos "indignados". Escuchaba y era escuchado. Es cierto que en esas mismas páginas, alguna vez, aparecen tonos ensoberbecidos y da la impresión de que, al avanzar por las líneas de menor resistencia política, se evitan algunos problemas de nuestra economía de esos que "hieren sensibilidades", pero, con todo, el ejemplo, que no es único, debería cundir.

Las dudas no se limitan a las disciplinas inseguras. En un libro recientemente traducido al español, Equivocados, David H. Freedman hace un exhaustivo repaso de los fallos, descuidos y deshonestidades en distintos campos de la investigación. Aunque por allí concurren todos los gremios, a quien más le luce el pelo es a los investigadores médicos. Ante la proliferación, bien documentada, de promesas falsas, resultados endebles, tesis contradictorias, mediciones irrelevantes y estadísticas frágiles, la primera tentación es enfilar hacia el desierto. De hecho, en ese ámbito hay especialistas en evaluar especialistas, en reconocer patrones regulares en los errores. También hay conjeturas para entender las patologías. Casi todas ellas mencionan -además de unos recurrentes sesgos cognitivos, comunes a todos los mortales: no atender a la información que no encaja con las propias opiniones, desechar datos inconvenientes, falta de coraje para discrepar y a apuntarse a la corriente- otras cosas bastante peores, como el interés mezquino y la corrupción, que hay mucho dinero en juego. Sencillamente, pese a los clásicos, la sabiduría no es la santidad. Al menos la sabiduría de los investigadores.

Por supuesto, tampoco la Puerta del Sol era la Academia de Platón. Ante todo, había una queja, una defensa de intereses normalmente desatendidos, entre ellos los de unos jóvenes condenados a miserables salarios, largos periodos de desempleo y a desperdiciar sus talentos. Pero también había ganas de discutir y de entender, de hacer propuestas. No está mal. De la discusión, entrenada, surgen las ideas: Merton nos enseñó que, en su mejor versión, las comunidades científicas eran comunismo cognitivo, afán universalista, escepticismo ponderado y desinterés. Y trabajar sobre la herencia recibida de otros que hicieron lo mismo. Algo de eso compareció estos días. Por supuesto, no cabe esperar que las soluciones a los retos de todos surjan de una asamblea. Una discusión democrática, por más pulcra que sea, no va a resolver los complicados problemas de diseño de las instituciones políticas y económicas que ocupan a los investigadores. De todos modos, hasta donde se me alcanza, tampoco hay doctores por el MIT entre los empresarios y banqueros que periódicamente cenan con el presidente del Gobierno para hacerles llegar sus preocupaciones, sin que necesiten levantar la voz. Y no les ponen un examen al entrar.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Economía de la Universidad de Barcelona.

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