Sobre gamberros, enfermos de coprolalia
José K. coincide en que los controladores se han portado como gamberros, sí. Pero, ¿dónde está la novedad? Se imponen el descaro y la ordinariez. El gozo es decir la salvajada, oír la atrocidad
José K. pensó primero en la gorra con la visera hacia atrás, los pantalones caídos y las deportivas fosforito. Excesivo: el disimulo nunca puede ser grosero. Optó, finalmente, por algo más apropiado a su edad y condición: de ejecutivo. Así que se puso el traje que utilizaba en su vida laboral para asistir a las reuniones con los jefes, se compró una corbata rosa de Hermès en un África-manta y rescató del camaranchón un maletín pertinente que le regalaron en la agencia de viajes una vez que fue a Benidorm; de plástico, claro, pero idéntico a la salvaje piel de cocodrilo.
Uniformado, barba afeitada y pelo peinado hacia atrás, se dijo: bueno, así camuflado ya no parezco un jubilado, parásito odioso, sanguijuela improductiva que pretende cobrar una pensión decente, sin querer reconocer que mi feroz egoísmo está poniendo en grandes dificultades a la banca, hecha un asco por la desorbitada pensión que me ingresan todos los meses en la libreta de ahorros. Un escándalo, llevar 50 años cotizando a la Seguridad Social, mes a mes, y ahora, encima, querer cobrar una pensión.
No se regularon los mercados y han vuelto al atraco y la especulación. A sus anchas
¿Y España? Pues mal, horrible, muchas gracias. Lo poco que se hizo, se hizo tarde y chapucero
Disfrazado de tal guisa, mirada al frente, tal que si se dirigiera al Audi aparcado a 100 metros y hubiera un chófer a punto de abrirle la puerta, José K. se encamina a su cafetín. Allí, sonrisilla de triunfo, pecho henchido, ve cómo su periódico de siempre moja la oreja a los demás papeles. El regolaje es doble. Por un lado, le subyuga que podamos verles los congojos a los más que prepotentes yanquis -lo que siempre le alegra la pajarilla a un rojo-, millones y millones tirados en seguridad y encriptamientos para que sus papelillos los pueda leer hasta el espía norcoreano más inepto. Pero aún ha disfrutado más nuestro hombre viendo las caras amarillentas de los competidores, empeñados en el yo-yo de la estupidez. Que si apartan a manotazos los papeles -cotilleos sin valor, dicen los pazguatos-, le dedican al contenido y a Wikileaks páginas y más páginas en sus medios, obligados a correr detrás del autobús para que no se les marche definitivamente y solo puedan contemplar, allá en lontananza, el trasero de aquel al que siempre han intentado copiar. Y nunca, nunca, han podido.
En estas estábamos cuando el cielo se quedó vacío y los pájaros se miraban asustados: ¿Qué pasa? ¿Qué males nos presagia este ominoso silencio? Abajo, en los aeropuertos, con la bulla que organizan los hooligans escoceses, embistieron en estampida los controladores. Arrasaron cualquier cosa que se les pusiera al paso y, jactándose de su salvajismo, se subieron encima de los mostradores a pavonearse a grandes gritos: "Somos unos gamberros, sí, ¿pasa algo?". Espectáculo inédito: cirujanos dejando la vesícula a medio sajar, ingenieros nucleares a punto de desentenderse de las medidas de seguridad de sus centrales, policías dándose la vuelta cuando iban a parar el hachazo del asesino sobre su víctima.
Reflexiona José K. y cree dar con el busilis de este comportamiento. Y es que, en efecto, son unos gamberros. Pero no es nada anormal, no, que estamos rodeados, cercados, sitiados por decenas, por centenas de gamberros, de ganapanes, de patanes, de inciviles, de cafres, de tabernarios. Cunde el salvajismo, el descaro, la brutalidad y la ordinariez. Es lo que triunfa, por ejemplo, en televisión: parejas de zafios ignorantes hablando sin sentido de todo lo que ignoran en programas que premian al más zampabollos y a la más guaranga.
Tal cual las tertulias que dicen ser de política, donde unos fascistas desorejados no solo hablan de todo lo que ignoran, como en la casa anterior, sino que ignoran todo de lo que hablan. A tales ejemplares de la chocarrería se les juntan, por si fueran pocos, circunspectos señores que dicen ser portavoces de la leal oposición, gamberros que entran en el salón rompiendo la vajilla de Limoges y la cristalería de Baccarat para obtener de premio un vaso de plástico. Revueltos y agitados, forman un aguerrido ejército de sediciosos faranduleros, donde los unos se jalean a los otros, que después de tanta juerga sicalíptica, ya no se distingue al que paga del que cobra.
Pero ha sido Mario Vargas Llosa quien le ha devuelto a nuestro hombre un término que tenía olvidado y que explica la raíz del mal: la coprolalia. Sufren de este aparatoso desarreglo, pobrecitos, aquellos opinantes y estos politiquillos. Su grosería y su brutalidad solo pueden ser consecuencia no querida de ese trastorno que tanto les hace gozar diciendo basura y oyendo mugre.
Pero para alcanzar el clímax, como en cualquier adicción, hay que superarse en cada ocasión, y es un delirio verles cómo ponen los ojos en blanco cuando el compañero de tertulia sube la apuesta, y mejora el canalla abusador con un asesino y violador de niños. ¡Qué gemidos de placer, primero, qué aullidos después! Se niega José K. a entrar en la sexualidad de nadie y, considerado, dirige sus miradas a otros gamberros.
Los ve en muchos sitios. ¿Qué otra cosa si no gamberros son los traficantes que atacan como taimados delincuentes las economías de países que tratan de salir del túnel? Pasa porque en ningún sitio del mundo se hizo lo que había que hacer tras el primer desastre: regular a esos ectoplasmas que responden al alias colectivo de mercados, y que habían salido de rositas de la crisis. No se hizo y ahora han vuelto a lo que saben, al atraco y la especulación, sin policía que les vigile y sin juez que les juzgue. A sus anchas.
¿Y España? Pues mal, muy mal, horrible, muchas gracias, se oye responder José K. con voz avinagrada. Lo poco que se hizo, se hizo tarde. Y además, chapucero. A José K., nada le ha gustado esa reunión del 40% del PIB en La Moncloa. Para oír sus justas peticiones, dijeron, que ya se sabe que siempre son por el bien de la patria y de la humanidad toda. No así las de los representantes de los trabajadores o de las pequeñas empresas, gentuza que solo piensa en sí misma -ingratos- y pretenden conservar sus enormes privilegios: que si un salario o una pensión.
Porque claro, cómo no van a tener ideas brillantísimas algunos de los señores allí presentes, tal que aquel empresario al que la Comisión del Mercado de Valores ha sancionado en octubre con multas de 360.000 euros; o al vicepresidente del Gobierno cuando se creó la cosa de la burbuja inmobiliaria y en el FMI nada vio ni nada previó de la gran crisis, mientras ahora practica la despolitización de las cajas ayudando a su partido; o quizá nos gusten más los banqueros que prejubilan a los 52 años, pero exigen que otros piquen piedra hasta los 67, o, finalmente, el gran constructor que se gasta 200 millones en piernas musculosas.
Cárdeno, la vena a punto de estallar, a José K. le entran ganas de interrumpir el soliloquio y gritar en el cafetín: ¿Y es o no es una gamberrada del presidente del Gobierno, que de aquella clase con tan eximios profesores sacara la enseñanza de quitar los 426 euros a los parados de larga duración?
Se marcha José K. presto a hibernar. Con los víveres precisos, tanto comestibles como de lectura, se encerrará a cal y canto para protegerse de otros enfermos de otra coprolalia, los que so capa de la paz y la felicidad te hacen tragarte la cantilena del amor a raudales, que fue por ti y por todos nosotros. Así que año tras año, en estas señaladas fechas, forma una barrera delante de su puerta con las obras completas de Carlos Marx, Charles Darwin y Bertrand Russell, le suma Voltaire y les añade las completas de José Martí. Sus potentes efluvios repelen a cualquier cura, monja o niño con pandereta que ose acercarse al timbre.
Fuera gamberros, fuera.
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