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El 'crash' de Air Comet

Si todos los negocios tuvieran éxito, todos iríamos en Rolls y disfrutaríamos de chófer. Obvio es que no es así. Los negocios, esto es, la retribución del riesgo empresarial, muchas veces salen mal. Y salen mal por impericia, negligencia, ineptitud, corrupción o, simplemente, mala suerte. Como cualquiera que monta un negocio quiere obtener legítimos beneficios y, de lo contrario, el propio emprendedor perderá, se genera confianza en el público para adquirir los bienes o servicios que el comerciante, industrial o profesional pone en el mercado. Si la actividad hace crisis, existen mecanismos ordinarios para preservar, en parte al menos, los patrimonios de terceros: el concurso de acreedores es el esencial. No es ninguna panacea, y menos para los pequeños y medianos acreedores, pero algo es algo.

Hay indicios que justificarían que el ministerio fiscal iniciara acciones penales en este caso
Se vendían unos billetes que el propietario no hubiera comprado
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En cambio, cuando el fracaso empresarial es fruto de la mala fe del empresario, el sistema recurre al Derecho Penal para demostrar que quien la hace, la paga. A diferencia de otros delitos, cuando se ha producido un crash empresarial y la caja está vacía, los particulares no se ven motivados a seguir gastando dinero y tiempo para intentar hacer justicia y llevar al depredador a presidio. Afortunadamente, nuestro sistema penal goza de una doble vía para actuar: la acción de la que gozan los afectados -o incluso cualquier español aunque no sea víctima- y la acción del ministerio fiscal. Cuando los perjudicados están exhaustos y no sienten más que rabia e impotencia, llega uno de los mementos estelares del ministerio fiscal, para que, de acuerdo a la Constitución, opte por promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley.

Si tomamos el caso de Air Comet, cuyo principal dirigente ha manifestado públicamente que él no hubiera comprado los billetes que esa compañía ofrecía, no parece que andemos muy lejos de indicios que justificarían una actuación ante los jueces penales.

En primer término, y dejando por el momento temas como las objeciones del Tribunal de Cuentas a la reprivatización de Aerolíneas Argentinas llevada a cabo por Air Comet, lo cierto es que resulta llamativo que quien pone en marcha un producto afirme que él mismo no lo hubiera adquirido.

La declaración empresarial sobre la improcedencia de la compra de sus servicios por parte de los destinatarios de los mismos da a entender que el producto ofertado corría el riesgo de no responder a las especificaciones contractuales: la primera, volar en la fecha prevista al destino acordado y por el precio pactado. Los indicios, partiendo de las declaraciones conocidaspor todos, apuntan, cuando menos, a una actuación negligente por parte de los gestores de Air Comet; si se hubiera producido un fraude de relevancia penal, lo debería dilucidar una investigación judicial propiciada por la correspondiente querella presentada por el ministerio fiscal.

Pudiera estar en juego también una variante de las insolvencias punibles, esto es, la realización de cualquier acto de disposición patrimonial o generador de obligaciones que dilate, dificulte o impida la eficacia de un embargo o de un procedimiento ejecutivo o de apremio, judicial, extrajudicial o administrativo, iniciado o de previsible iniciación, según establece el número 2 del artículo 259 del Código Penal. Pese a lo farragoso de la previsión legal, parece evidente que dejar de poner remedio a la sangría económica que supone una empresa en pérdidas y que no tiene ni ingresos significativos más allá de los ordinarios de su actividad ni tiene prevista capitalización alguna resulta, como mínimo, chocante. De nuevo, si acreditara mala fe, los aspectos penales saltarían a la palestra.

Se dirá que averiguar la mala fe es algo difícil. En la mayoría de los casos, para los jueces, desde luego, no; es más, lo hacen a diario. Quien apuñala a otro repetidamente en tórax y vientre, pese a lo cual, la víctima no fallece y se recupera en tres semanas, no es condenado por un delito de lesiones, sino por homicidio o asesinato intentado: la dirección e intensidad de la agresión, que es algo que se percibe objetivamente, determina la intencionalidad del imputado; si esperáramos a su confesión -a la que no está obligado- el absurdo estaría servido.

En los delitos financieros, societarios o contra los consumidores perpetrados a través de sociedades regulares, revista el fraude la forma que revista, salen a la luz documentos, mercantiles, públicos o privados, que no hacen sino acreditar operaciones injustificadas, es decir, la base del delito. Igualmente, como la experiencia demuestra, al buen fin de los procesos no es ajena la colaboración, más o menos espontánea, de terceros en zonas grises, meros empleados o incluso partícipes de mayor o menor relieve que desean obtener beneficios significativos de su colaboración con la justicia.

Si se pone en marcha un proceso penal por el caso Air Comet no será fácil, ni rápido ni dará como fruto la reparación de todos los males causados.

Pero si, estudiados los indicios que obran en registros y organismos públicos, la conclusión es la presunta comisión de hechos de relevancia jurídico-penal, ello sería un nuevo aldabonazo para reafirmar la confianza en el sistema, bien éste, el de la confianza, del que el sistema no anda precisamente muy boyante.

Parte de los desaguisados económicos que vivimos son consecuencia de una economía sin regulaciones. Las líneas aéreas constituyen un paradigma. Cierto es que el tráfico se ha multiplicado espectacularmente, que ha aumentado igualmente el número de compañías; pero no es menos cierto que las quiebras se suceden en el sector en todo el mundo.

Y lo que es más importante: si conseguimos volar, no volamos mejor. Si es así, ¿dónde están las ventajas que se han venido predicando los últimos treinta años?

De las últimas crisis aéreas, incluidas la de Air Madrid y Air Comet, no parece que se hayan extraído consecuencias en cuanto a la vigilancia de los operadores que actúan al límite, tolerando por las razones que fueren que la falsa economía de duros a cuatro pesetas prolifere.

Sea como fuere, ahora no liquidemos también la última regulación, la de la responsabilidad jurídica que, llegado el caso, ha de ser jurídico-penal.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal en la Universidad de Barcelona.

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