De banderas e himnos
El reciente abuso de los símbolos comunes de España, como la bandera y el himno, y de la propia palabra de nuestro país, en concentraciones partidistas de carácter político, ha despertado polémica y el lógico descontento e incomodidad a quienes no compartimos ese modo de usar nuestros símbolos para arremeter unos españoles contra otros.
Es inevitable que nos retrotraigan a épocas oscuras de nuestro pasado. Recordemos las concentraciones convocados por el Caudillo en la Plaza de Oriente, la última en septiembre de 1975, siempre en contra de una imaginaria conjura "judeo-masónica-marxista" y siempre con un millón de personas presentes, ni uno más ni uno menos, cuando todo el mundo sabe que en dicha plaza, incluyendo sus aledaños, ¡no caben más de cien mil! No, no es que oficial ni públicamente las convocatorias de ahora hagan referencia a tal conjura, sí a alguna otra, ni se aclame al Caudillo, afortunadamente desaparecido, pero el clima, los gritos, las pancartas e incluso el aspecto físico de los asistentes, además de los citados símbolos, recuerdan a millones de españoles aquellos mal llamados tiempos.
Cuando murió el dictador y se inició tímidamente el proceso que luego se conoció como "transición democrática", no fue tema baladí el de las negociaciones entre los reformistas del tardofranquismo y los representantes de la oposición democrática para ponernos de acuerdo sobre si la democracia que íbamos a recuperar iba a ser una monarquía o una república, si ello debería ser sometido a referéndum de los españoles, si la bandera roja y gualda iba a ser la oficial o por el contrario recuperábamos la tricolor de la II República y con ella el himno de Riego, aquel general patriota que fue fusilado en defensa de la libertad. La oposición entendió que lo importante era garantizar que la nueva democracia lo fuera de verdad, no tutelada, no heredera del franquismo, que tuviéramos una nueva Constitución, lo que no estuvo claro hasta después de las primeras elecciones del 15 de junio de 1977 y una vez que se despejaron esas incógnitas, gracias sobre todo a la actitud del propio rey Juan Carlos, que lo que se instauraba era una monarquía parlamentaria, sin poderes ejecutivos. Los demócratas procedentes de la lucha antifranquista y del exilio fueron los más generosos, nunca pidieron venganza, ni siquiera justicia histórica. Entendieron que había que mirar hacia delante y construir un sistema institucional garantista, en el que no sólo se reconocieran las libertades y derechos sino que éstos estuvieran protegidos y salvaguardados de cualquier contingencia.
La Constitución, no confesional y por tanto laica, consagró la separación de la Iglesia y el Estado, la profesionalización y despolitización de las fuerzas armadas y de seguridad y la independencia del poder judicial. Los demócratas terminamos cediendo en lo referente a la bandera y al himno, lo que no fue fácil de explicar a los antiguos republicanos y gente de la izquierda en general, para los que la bandera bicolor se había identificado hasta la náusea con Franco, que consideró a España, la bandera y el himno como propios y a sus enemigos políticos como enemigos de España. Durante las primeras décadas de la democracia los símbolos pudieron, poco a poco, ir siendo asumidos por todos y no patrimonializados por nadie, salvo las cada vez menos nutridas convocatorias de Fuerza Nueva y Blas Piñar, de manera que la bandera y el himno se utilizaron, como debe ser, en los actos comunes y no partidistas, en los oficiales y solemnes, y en las victorias deportivas, culturales o artísticas internacionales.
Muchos contribuyeron a ese clima de convivencia, sin discutir los símbolos comunes, empezando por el Rey, siguiendo por los sucesivos presidentes del Gobierno, hasta que llegó Aznar, y terminando por el protagonista de todo, el pueblo español, que con gran sentido práctico, los respetaba y los respeta, aunque no los utilizara ni los utiliza para cualquier cosa. El primer síntoma de ruptura de ese consenso implícito llegó con la decisión del presidente Aznar, que a la vuelta de un viaje a México, donde había visto una bandera monumental del país azteca en la Plaza del Zócalo de México DF, mandó poner una rojigualda igual o más grande en la Plaza de Colón de Madrid. La historia no pasaría de ser una anécdota freudiana si no es porque en democracia los equilibrios del subconsciente colectivo no deben tocarse sin riesgo de provocar reacciones contrarias. Y éstas vinieron de la mano de manifestaciones izquierdistas en las que, cada vez en mayor número, ondeaban banderas republicanas.
El retorno a la politización de la jerarquía eclesiástica, la quiebra de la independencia de determinados sectores del poder judicial, la eclosión de programas de extrema derecha en algunos medios de comunicación con actitudes que creíamos superadas después de la desaparición de diarios como El Alcázar o Arriba, y sobre todo la estrategia opositora de la cúpula del PP desde que perdiera las elecciones de 2004, y todas las que la han seguido, han hecho emerger comportamientos revanchistas en ciertos colectivos que ahora ven la oportunidad de expresarse en la calle con la parafernalia descrita. Quizá sin darse cuenta, ¿o sí?, de que están despertando paralelismos revanchistas de otro signo que, si no lo evitamos, tarde o temprano se manifestarán también con idéntica agresividad y sectarismo.
Pero lo que más me preocupa es el uso y abuso de la palabra y el concepto de España. Con motivo del agrio debate sobre el Estatuto de Cataluña, un eurodiputado del PP español me dijo: "¿No crees que deberíamos defender a España?". Me quedé perplejo y le contesté: "España se defiende sola". Y es que la imagen de España, en el mundo y entre la inmensa mayoría de los ciudadanos españoles, no está en cuestión, cuenta con un prestigio y un reconocimiento acorde con su historia y con su presente de país pujante, emprendedor, que avanza y es admirado por muchos. Sólo los inseguros de sí mismos necesitan envolverse en la bandera y gritar "España, España"; pero nuestro país no lo necesita, es más, lo creo contraproducente. Decía Molière que "la amistad exige un poco de misterio, nombrarla a cada momento es profanar su nombre". Sin tanta grandilocuencia, pienso que en España hay que pensar y actuar para hacerla más fuerte y solidaria, pero no nombrarla en vano porque eso es justamente lo que la debilita.
Eso sí, algunos españoles, y en particular los políticos, necesitamos grandes dosis de mesura, de sensatez y de voluntad firme para cortocircuitar esa tendencia cainita que de vez en cuando nos asalta. No dejemos que esa minoría de exaltados de uno u otro signo se imponga a la inmensa mayoría. Que todos puedan defender sus ideas o expresar sus críticas sin agredir a los demás.
Luis Yáñez-Barnuevo es eurodiputado socialista.
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