Ultraderecha purpurada
Cuando dentro de cierto tiempo, y ya con alguna perspectiva histórica, se analice la actual etapa de la política española -estos años de plomo que han seguido al vuelco electoral de marzo de 2004, este revival de una lógica guerracivilista que divide a los ciudadanos entre patriotas y traidores, esta explosión de cainismo que convierte al rival, al discrepante, al crítico en enemigo y, "al enemigo, ni agua"- será de justicia señalar, como responsables de la bronca, de la crispación, de la ruptura de los más elementales usos democráticos, de la recrudescencia ultraderechista, no sólo a los actuales dirigentes del Partido Popular, no sólo a una legión de periodistas u opinadores iluminados y fanatizados hasta la paranoia. También será preciso detenerse en el papel instigador y legitimador de la escalada reaccionaria que está jugando una buena parte de la jerarquía católica española, con la silenciosa aquiescencia del resto.
Resulta en verdad fascinante el giro que ha efectuado la brújula del episcopado español en tres décadas, desde los tiempos de los cardenales Enrique y Tarancón o Jubany -aborrecidos por la extrema derecha, la misma que consideraba "demoledora la política de Pablo VI en España"- hasta hoy, cuando los cardenales Rouco y Cañizares parecen casar la suerte de la Iglesia católica peninsular con el partido de Rajoy, Acebes y Zaplana, con la demagogia mediática más soez y con el ultramontanismo teológico, cultural y social más recalcitrante.
Si las causas de esta involución merecerían un estudio a fondo, los efectos están bien claros: desde 1977 acá, el catolicismo español ha perdido transversalidad -o, para decirlo en sus propios términos, universalidad- a borbotones; se ha transformado en una facción seguramente más dura, más compacta, más disciplinada, pero más pequeña, mucho más hosca y muchísimo menos permeable.
Desde esa fortaleza presuntamente asediada donde ella misma ha querido encerrarse, la jerarquía episcopal no cesa de lanzar proyectiles y calderos de aceite hirviendo contra todo aquello que, en el exterior, no es de su gusto, ya sea de naturaleza política o religiosa, temporal o espiritual.
Tomemos por ejemplo al obispo de Huesca, Jesús Sanz Montes, quien hace tres semanas publicó una carta pastoral en la que calificaba de "héroes" a los participantes en las manifestaciones sabatinas del PP, sugería a sus diocesanos votar contra el PSOE en las elecciones de mayo y glosaba -cual columnista de El Mundo- los "obstáculos" que el Gobierno pone "para saber la verdad de la maraña confusa y confundida del 11-M". En las mismas fechas, el cardenal arzobispo de Toledo sostenía durante su homilía dominical que los atentados de Atocha "aún no han sido esclarecidos en su verdad más real y honda", por lo que "pesan sobre España como una losa opresora de la que necesitamos liberarnos".
Más recientemente, la pasada semana, la subcomisión para la Familia y Defensa de la Vida del episcopado español ha difundido un comunicado según el cual, "en el terreno de la vida, nos encontramos en un momento preocupante de nuestra historia". "En el campo del aborto y de la reproducción asistida, tenemos en España unas leyes que atentan contra la vida, y que por tanto hay que abolir. (...) Pedimos a la sociedad y a los políticos la abolición de los supuestos en los que el aborto está despenalizado. (...) La eutanasia es una gravísima amenaza". Una vez más, el sempiterno equívoco entre credo y ciudadanía, entre mandamientos religiosos y leyes civiles, entre pecado y delito; esa confusión deliberada sobre la que la Iglesia católica lleva rebañando desde hace diecisiete siglos.
Pero el plato fuerte en esta degustación de exquisiteces episcopales lo cocinó don Antonio Cañizares Llovera, cardenal arzobispo de Toledo y primado de España, en forma de entrevista publicada el 9 de marzo en Alba, un semanario vinculado al grupo mediático ultraconservador Intereconomía, que capitanea el inefable Julio Ariza. "Mayor Oreja sostiene que una España unida sería una España más católica. ¿Lo comparte?", pregunta el entrevistador. "Totalmente", contesta el primado, "porque España tiene su origen en la fe, en la unidad católica en el tercer concilio toledano. (...) España será cristiana o no será España".
"¿El proyecto de destrucción de España es en el fondo un proyecto laicista?", inquiere con su exquisita objetividad el redactor. "Así lo entiendo y así lo he escrito", responde el purpurado.
A continuación, el cardenal explica que, en su diócesis, se reza todos los días por España, y hasta la han consagrado (a España) "a la Divina Misericordia y al Inmaculado Corazón de María". "Hicimos esa consagración porque consideramos que hay que poner a España en las manos misericordiosas de Dios y en las manos de la Virgen. Es absolutamente necesario". Entre otras razones, porque el Gobierno de Rodríguez Zapatero, con la agilización del divorcio, con el matrimonio homosexual, con la nefanda Educación para la Ciudadanía, "ataca a lo fundamental de la familia" y "eso es la destrucción de nuestro futuro". En este gran y deletéreo proyecto gubernamental "existen elementos masónicos", precisa Cañizares, el cual confiesa haberse ilustrado sobre tal extremo con la lectura de El Padre Elías, una novela del católico integrista canadiense Michael O'Brien comparable, por su rigor y su aliento "conspiranoico", al Código Da Vinci, aunque en sentido contrario. Y, después de este alarde de erudición patrística, nuestro príncipe de la Iglesia concluye: "A veces, debería ser más claro al hablar". No, monseñor; no hace falta.
A la luz de tales asertos, consideraciones y referencias bibliográficas, hay una rectificación que se impone: basta de conceptuar como extremista o antievangélica la línea informativa e ideológica de la Cope. La cadena radiofónica de los obispos no hace más que reflejar -incluso pálidamente- el punto de vista de éstos, y Federico es sólo un mayoral megalómano, pero obediente y lealísimo a las ideas de sus patronos.
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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