Túnez tras la revolución
Un mes después de la salida de Ben Ali comienza la transición. El reto del Gobierno provisional y del que salga de las urnas es responder a las grandes expectativas y a los problemas que causaron el estallido revolucionario
El jueves 14 de enero Ben Ali, el hombre que gobernó Túnez con mano de hierro durante tres décadas, tuvo que rendirse a la evidencia: ninguna de sus tretas, de sus amenazas ni de sus promesas vacuas le servirían ya para mantener el control. Temiendo un final parecido al de los Ceausescu, el tirano huyó, dejando sembrada tras suyo la semilla del caos, tal vez con la esperanza de volver triunfal a rescatar el país del desastre. Un mes después, tras unos primeros momentos difíciles, Túnez sigue la senda democrática, y Ben Ali continúa confinado en su exilio saudí. El éxito de la transición que apenas comienza dependerá de los tunecinos, fundamentalmente, pero Europa debería asegurar que esta democracia incipiente reciba el apoyo que merece por ella misma, y como faro para toda la región.
El fin de la opresión ha desencadenado numerosos conflictos laborales y huelgas
Es hora de cumplir la promesa de la UE al Mediterráneo de ayuda a cambio de reformas
El caos, nada espontáneo, fue lo primero a lo que los tunecinos tuvieron que hacer frente. La retirada total de la policía dio pie a una ola de saqueos e incidentes que sacudió el país entero: cabe atribuir algunos a los presos escapados (más exacto sería decir soltados); otros a ciudadanos que se ensañaron con símbolos de la opresión (como las comisarías o las propiedades de la familia del dictador); probablemente algunos miembros de las fuerzas de seguridad participaron directamente en otros; y no faltaron oportunistas y desesperados que se sumaron al momento de confusión.
Pero el país resistió con entereza ese primer intento de sembrar el caos y la división, con el apoyo del Ejército y autoorganizándose en barrios y pueblos para restablecer la calma. El primer intento de formar un Gobierno de transición con colaboradores de Ben Ali fue abortado por manifestaciones y sentadas, y un segundo Gobierno, depurado de ministros del anterior presidente, consiguió la suficiente legitimidad como para empezar a trabajar. Para tratar los asuntos más urgentes y delicados el nuevo Gobierno ha puesto en marcha tres comisiones nacionales independientes: una para esclarecer responsabilidades en la represión durante la revolución; otra encargada de investigar los grandes casos de corrupción, y una tercera, con la misión de preparar las reformas políticas imprescindibles para celebrar elecciones limpias.
El Gobierno actual es discutible y discutido -todos y cada uno de los aspectos de esta inesperada transición son debatidos con pasión por un país que ha recobrado la libertad de expresión. A pesar de haber trabajado con el odiado Ben Ali, el primer ministro Ghanuchi es lo suficientemente respetado como para poder liderar esta etapa preparatoria de elecciones con un Gobierno mezcla de tecnócratas del régimen anterior, líderes de algunos partidos políticos de oposición, retornados del extranjero, personalidades de renombre de la sociedad civil, y alguna figura de la revolución como Slim Amamou, el bloguero detenido durante la revuelta y nombrado, tras su liberación, secretario de Estado de Juventud.
Los primeros pasos del Ejecutivo han sido prometedores: amnistía para los presos políticos, eliminación de toda censura en Internet y en los medios de comunicación, permiso a los exiliados para volver al país, legalización de todos los partidos políticos, detención de los más próximos allegados a Ben Ali que no consiguieron huir e indemnización a las familias de los fallecidos en la revolución. Es muy significativa la decisión de ratificar o eliminar las reservas a importantes convenciones y protocolos internacionales contra la pena de muerte, las desapariciones forzosas y la discriminación contra la mujer, además del estatuto de la Corte Penal Internacional.
Estas medidas, y la llegada a Túnez de organizaciones internacionales y de organismos de Naciones Unidas para investigar los abusos del aparato de seguridad, causaron gran nerviosismo entre las fuerzas de seguridad. La tensión desembocó en un gravísimo segundo intento de desestabilización del país por parte de elementos fieles a Ben Ali: asaltos a escuelas y a una universidad, difusión interesada de bulos alarmantes y toma del Ministerio del Interior y humillación del nuevo ministro, Farhat Rajhi, por una multitud de hombres armados que contaban con apoyo dentro del propio ministerio. Con auxilio del Ejército y de algunas fuerzas antiterroristas el ministro logró escapar. Al día siguiente expulsaba a 34 altos cargos de forma fulminante y en esa misma semana cambió a todos los gobernadores provinciales. De momento, los complots contrarrevolucionarios han sido contrarrestados, pero el temor a otras acciones desestabilizadoras sigue vivo, como lo demuestra la llamada a filas de reservistas del Ejército.
El fin de la opresión ha desencadenado numerosos conflictos laborales y huelgas en las empresas, en las que los trabajadores han podido, tras largos años de represión, expresar sus reivindicaciones. A los costes de la propia revolución se suman así los de este periodo turbulento, la caída en picado de los cruciales ingresos por turismo y la congelación de algunos de los principales activos económicos del país sospechosos de apropiación indebida por parte de los allegados de Ben Ali. A pesar de su bajo nivel de deuda pública, las agencias de rating han decidido bajar la nota a Túnez, complicándole las cosas todavía más al nuevo Gobierno. Si a finales del año se estimaba que la economía crecería un 4,6%, ahora la previsión apunta a un -1,5%.
El cambio más fascinante e inmediato, sin embargo, está en la calle y en las casas. No es solo el legítimo orgullo por lo conseguido y el sentimiento de pertenecer a un país por el que vale la pena trabajar. Es además la recobrada libertad de expresión, la politización de los jóvenes, el debate abierto y sin miedo, en voz alta, sin temor a la escucha y a la delación. En la prensa y en Internet, en sus casas y en los cafés, los tunecinos critican y opinan, se indignan y reclaman, y construyen así, cada día, este nuevo país libre de miedo. Todo está en tela de juicio: la legitimidad del Gobierno, la validez de la Constitución, el momento para las elecciones, incluso el paso o no a un régimen parlamentario.
Muy difícil lo tendrá el Gobierno provisional, y el que salga de las urnas en su momento, para responder a las enormes expectativas y a los problemas que causaron el estallido revolucionario. Las provincias del centro-oeste, epicentro de la revuelta y motor de la revolución, sufren graves problemas de desequilibrio territorial. Estos problemas no serán sencillos de resolver, y requerirán acciones inmediatas incluso antes de que un Gobierno electo tome posesión. El país deberá además afrontar el reto del paro juvenil justamente cuando pase factura la caída del turismo y, posiblemente, de algunas inversiones. Establecer el control sobre unas fuerzas de seguridad sobredimensionadas no será fácil, como demuestra la persistencia de incidentes de violencia policial en las zonas alejadas de la capital. La llegada masiva de emigrantes tunecinos a la isla italiana de Lampedusa en los últimos días despierta uno de los fantasmas recurrentes de Europa, pero el nuevo Gobierno apenas tiene medios para controlar el éxodo. Y por encima de todos estos problemas inmediatos está el reto de sentar las bases del consenso sobre el que construir una nueva democracia que responda a las aspiraciones de los tunecinos.
Túnez lo tiene muy difícil, pero no son pocas las ventajas de las que goza: una de las poblaciones mejor educadas de África, una estructura social en la que predominan las clases medias (menos del 7% vive con menos de dos dólares al día), posición de vanguardia en el mundo árabe en cuanto a derechos de las mujeres, ausencia de conflictos abiertos con sus vecinos, algunos sectores económicos de éxito (turístico, agroalimentario, componentes del automóvil, textil) y sociedad sin grandes líneas de división interna. La consolidación de la democracia está en manos de los tunecinos. Pero la ayuda internacional puede marcar la diferencia, sobre todo si Europa contribuye a la reforma, a resguardar a la economía de Túnez del castigo implacable de los mercados financieros internacionales y a restablecer la confianza en el país. Es hora de poner en práctica la promesa de la UE al Mediterráneo -ayuda a cambio de reformas- precisamente ahora que la ciudadanía ha conquistado esas reformas.
Jordi Vaquer es director del Centro de Estudios y Documentación Internacionales de Barcelona (CIDOB).
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