Razones para un aniversario
El 14 de abril de 1931, España tuvo una oportunidad. La proclamación de la II República no fue un estallido espontáneo e irreflexivo de bajas pasiones, sino la culminación de un proyecto largo y bien estructurado, en el que se habían empeñado varias generaciones de progresistas españoles. Desde mediados del XIX, República era una palabra mágica, un sinónimo de términos como democracia, futuro o modernidad. Por esa razón, sus verdugos se apresuraron a desvincularla de su tradición por el procedimiento de identificarla con su trágico epílogo. Era una manipulación tan burda como todas las que cargan a las víctimas con las culpas de su desgracia, pero cuarenta años de dictadura trabajaron a su favor. Durante cuarenta años, la II República Española sólo tuvo un sinónimo: la Guerra Civil. Después, la inercia y el miedo colaboraron con eficacia en lo que llegó a parecer la consagración de una gran mentira. Pero el tiempo, esa magnitud esencialmente objetiva de la realidad que miden relojes y calendarios, actúa de otra manera cuando se proyecta en los procesos históricos. Así, el mes que viene, los demócratas españoles celebraremos el 75 aniversario de la proclamación de la II República en una marea de homenajes de toda naturaleza, porque esa fecha, que nunca ha estado tan lejos de nosotros, no ha estado nunca tan cerca.
La óptica es la ciencia de las paradojas. Mirar no es lo mismo que ver, y los que ven, que no son todos, a menudo distinguen mejor un horizonte lejano que una imagen inmediata. La dinámica de las generaciones, por su parte, produce un efecto similar. Al llegar a la edad adulta, los nietos se sienten más vinculados a sus abuelos que a sus padres en el delicado territorio de la identidad. En España, la historia reciente ha afilado los instintos paradójicos de la óptica y la genealogía para crear en este momento un escenario sentimental e ideológico que hace muy poco tiempo era impensable. ¿Qué está pasando ahora mismo? Tal vez tengamos que esperar a que nuestros nietos se hagan adultos y nos lo cuenten, porque desde el ojo del huracán no se puede percibir la magnitud del fenómeno, pero yo creo que ya se pueden apuntar algunas razones.
Esta primavera republicana encuentra a los herederos naturales de los españoles del 31 en un estado de ánimo muy sensible a las emociones. La cotidianidad política nos enfrenta cada día con una realidad que nuestros antepasados ya conocían: a la derecha no le interesa hacer política. Es un fenómeno antiguo y siniestro, que había permanecido semienterrado en los últimos tiempos por la novedad de los mecanismos democráticos, primero, y por los resultados electorales más tarde. Ahora, en una situación adversa, algunas declaraciones recuerdan demasiado a otras muy aptas para estimular la memoria. No se trata de responder a la crispación con más crispación, sino de comprender mejor la realidad en la que estamos inmersos.
Más allá de la irresponsabilidad y la deslealtad de esta actitud, es inevitable apreciar su influencia en la movilización ideológica de la sociedad española. Pero, en mi opinión, ésa no es la razón profunda del fenómeno que estamos viviendo. La clave está en nuestra propia sociedad, que no se parece, como es obvio, a la que instauró la II República, pero tampoco a la que impulsó la transición democrática en los setenta. Los nietos, biológicos o adoptivos, de los republicanos del 31 nos hemos hecho mayores. Somos la primera generación de españoles, en mucho tiempo, que no tiene miedo, y por eso hemos sido también los primeros que se han atrevido a mirar hacia atrás sin sentir el pánico de convertirse en estatuas de sal.
Lo que hemos encontrado allí, a nuestras espaldas, es algo más que una buena, vieja y apasionante historia. La II República se perfila en la nitidez que da la distancia como un ejemplo moral, un modelo de dignificación de la vida pública, un limpio ejercicio de la política entendida como el compromiso de guiar a un pueblo hacia su futuro. Sus valores resultan no sólo admirables en la lejanía, sino imprescindibles en nuestra realidad actual. El debate político de hoy mismo gira alrededor de algunos conceptos, como el laicismo, la defensa de los espacios públicos, el modelo de Estado, la perspectiva federal, el impulso de la investigación científica o la promoción de la mujer, que centraron el debate republicano. Han pasado 75 años, pero esa cifra no mide el estancamiento, sino el retroceso. El vínculo que establecen los nietos con sus abuelos en el terreno de la identidad, se concreta, aquí y ahora, en una reivindicación que no tiene tanto que ver con la memoria del pasado como con la que nosotros mismos legaremos a nuestros descendientes.
Pero España no es un país fácil, nunca lo ha sido. Por eso, esta progresiva toma de conciencia, que fue sumando reconocimientos individuales antes de articularse en un movimiento social que se ha anticipado a partidos e instituciones, provocó una reacción tan fulminante que puede crear el espejismo de un proceso inverso. Yo creo que los nuevos manipuladores son una respuesta, no un desafío original. Si los herederos del espíritu del 31 no se hubieran empeñado en devolverle la memoria a este país, el feroz revisionismo neoconservador que padecemos de un tiempo a esta parte, quizá no habría llegado a florecer.
Hace unos meses, Julián Casanova alertó desde estas mismas páginas contra los efectos del desprecio con el que la Historia académica paga los exabruptos de estos nuevos agitadores. Tenía toda la razón. Tenía tanta razón, que corremos el riesgo de que los póstumos publicistas del franquismo, sin lograr su objetivo principal -atribuir al régimen republicano la responsabilidad de la Guerra Civil-, se alcen con un intolerable premio de consolación. Contra la amenaza del radicalismo, parece pensarse, la vacuna de la moderación. Y en nombre de conceptos tan elevados como la generosidad, la convivencia, o la objetividad, se va configurando una corriente de opinión que intenta imponer la ley del cincuenta por ciento -todos tenían sus razones, luego ninguno tenía la razón- como norma suprema de la corrección política. Sus defensores adoptan el papel de hombres justos por soberbia o por ingenuidad, bien porque se sitúen a sí mismos por encima de las miserias del género humano o porque sigan creyendo en la virtud de las sentencias de Salomón. Frente a unos y otros, conviene recordar que la defensa incondicional de la legitimidad democrática no es una posición radical, sino un sereno gesto de equilibrio. La razón última de este aniversario consiste en fijar de un vez algo tan obvio en la conciencia colectiva de los españoles.
La II República fue una obra imperfecta, afirman sus detractores, y es cierto. Todas las obras humanas son imperfectas, pero la II República, sobre los obstáculos que tuvo que vencer y los errores que pudo cometer, fue también la gran oportunidad de este país. Ya es hora de reconocerlo. España no puede seguir viviendo siempre como si aquí nunca hubiera pasado nada, no puede afrontar la modernidad actual sin contemplarse en la modernidad pasada, no puede presentarse como un Estado justo y democrático sin hacer justicia a su tradición democrática. Ése es el sentido de un aniversario que no tiene que ver con el eterno lamento de un sueño perdido, sino con la esperanza de un país mejor.
Ellos no pudieron lograrlo, pero no estaban solos, porque nosotros estamos aquí. No lo perdieron todo, porque nosotros estamos aquí. No lucharon en vano, porque nosotros estamos aquí.
Y nosotros somos la memoria de su futuro.
Almudena Grandes es escritora.
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