Plaza de la Liberación
La bravura que muestran los egipcios exige una apuesta rotunda de las potencias democráticas
Egipto vivió ayer una de las jornadas más importantes de su historia como país independiente. Según reconoció Mubarak en un discurso de última hora al país, el régimen egipcio no seguirá siendo el mismo después de que miles de manifestantes tomaran la plaza cairota de Tahrir. La república vitalicia no será ya la república hereditaria en que pretendía convertirla Mubarak, tras anunciar que no se presentará a las próximas elecciones. Ante la pasividad del ejército, que calificó de legítimas las protestas, y una decreciente beligerancia de la policía, los manifestantes parecen dispuestos a continuar en la plaza hasta que Mubarak abandone la presidencia.
La formidable convulsión política que vive el mundo árabe obliga a tomar partido entre las aspiraciones de libertad y de progreso de unas poblaciones sojuzgadas y el complejo juego de intereses, tanto internos como internacionales, que han mantenido en el poder a sus tiranos. A favor de Mubarak se han pronunciado hasta ahora aquellos autócratas árabes que ven en su suerte la que podrían correr ellos. También el Gobierno de Benjamín Netanyahu y el presidente Simón Peres, guiados por una interpretación limitada, cortoplacista y seguramente equivocada de los intereses de Israel. Al menos de manera expresa, no ha sido el caso de Estados Unidos ni de la Unión Europea, que, pese a los temores y las incertidumbres que despierta en sus diplomacias el proceso en curso, han optado por exigir una transición ordenada y la celebración de elecciones libres y con garantías -el presidente Obama le pidió ayer a Mubarak que no vuelva a ser candidato-. Europa ha tardado demasiado en adoptar esta posición, pero constituiría un grave error que, una vez adoptada, no perseverase en ella.
Las necesarias cautelas ante un proceso de incierto desenlace no pueden hacer, sin embargo, que se confunda la opción que merece el apoyo y la que no. Las aspiraciones de los manifestantes no deben ser defraudadas por el hecho de que Hosni Mubarak represente la continuidad de un statu quo con el que la comunidad internacional ha convivido hasta ahora sin hacerse demasiadas preguntas, negándose a ver la trágica realidad que provocaba en Egipto. Miseria, corrupción y falta de libertades no es un precio aceptable a cambio de ninguna cooperación, sobre todo cuando son otros, en este caso los egipcios, quienes deben pagarlo.
Las incógnitas del momento están colocando en el primer plano político a figuras egipcias de reconocido prestigio internacional, como Mohamed el Baradei, Amr Musa o el premio Nobel Ahmed Zewail que, llegado el caso, podrían asegurar la transición hasta unas elecciones. Estados Unidos ya ha comenzado a hablar con el antiguo director general de la agencia de la ONU para la energía atómica. Pero es difícil aceptar que el papel de cualquiera de estas figuras debiera ir más allá de asegurar esa transición, puesto que ni siquiera su relevancia internacional puede sustituir lo que los manifestantes están exigiendo en la plaza de La Liberación y en otras ciudades egipcias: el derecho a elegir a sus gobernantes. Si estas figuras tienen hoy un espacio es, sencillamente, porque Mubarak no goza siquiera de credibilidad para llevar al país al que ha maltratado durante décadas hasta unas elecciones democráticas.
Tahrir, el nombre de la plaza cairota elegida como escaparate por los manifestantes, significa liberación en árabe. Egipto se adentra en un tiempo en que, con Mubarak defenestrado, ese nombre podría convertirse en un símbolo y en una realidad. Que así sea depende de los egipcios, pero también de la posición que adopten las principales potencias. Un error de estas al escoger campo podría resultar fatal, sobre todo si está dictado por una traición a los ideales democráticos que dicen defender.
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