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Nostalgia del papel

La librería Amazon ha retirado de los Kindle -el libro electrónico de Amazon- de sus clientes dos obras de George Orwell para las que no tenía licencia. Esa entrada subrepticia en un ámbito de privacidad como es la propia biblioteca, por muy virtual que esta sea, ha producido un hondo disgusto a no pocos de los usuarios del e-book.

Pese a que la evidente torpeza de los gestores de Amazon puede frenar a potenciales usuarios de los dispositivos electrónicos de almacenamiento de libros por temor a ver invadida su privacidad, lo cierto es que el papel como soporte de mensajes escritos está de hecho amenazado. Una amenaza de la que no lo van a salvar los argumentos que, por ejemplo, desgrana Umberto Eco en las más de 300 páginas de un volumen que ha escrito en defensa del libro en papel. Nos guste o no, los avances tecnológicos y los nuevos usos que se van imponiendo en las sociedades no se pueden detener con argumentos.

No es fácil vaticinar cuál será el soporte de la escritura en el futuro. No valen las posturas maximalistas
Desaparecerán los préstamos de libros entre amigos, ese placer de compartir

Las bibliotecas universitarias y los archivos digitalizan sus fondos y los ofrecen a través de Internet. Las hemerotecas y los servicios de documentación ya se almacenan en las entrañas electrónicas de los ordenadores y no en viejas carpetas llenas de recortes amarillentos. La imagen más poderosa para persuadir a la ciudadanía de que la Justicia está necesitada de una modernización fueron las pilas de legajos amontonados acumulando polvo en las dependencias de los juzgados que vimos durante la reciente huelga. Poco a poco, el papel comienza a verse como un soporte obsoleto.

Sin embargo, el desuso del papel no es sólo una cuestión de imagen, operatividad o comodidad. Es, ante todo, una cuestión económica. Lo saben muy bien los editores de prensa tradicional, que están viendo cómo los peligros de Internet se ciernen sobre ellos. El negocio del diario impreso empieza a no ser rentable. En Estados Unidos ya han cerrado varios grandes diarios y otros ven disminuir sus tiradas mes tras mes.

También el libro se ve afectado por esta obsolescencia del papel. Nunca se han editado tantos libros como en la actualidad y como consecuencia son muchas las librerías que apenas consiguen tener en sus mesas y estanterías otra cosa que novedades en vertiginosa rotación.

Muchos clásicos del siglo XX son ya muy difíciles de encontrar. Empieza a ser frecuente que los empleados de las librerías te miren como si fueras un marciano cuando pides un libro editado hace tan sólo cinco años. Lo que se conocía como librería de fondo tiende, pues, a desaparecer, porque haría falta una enorme superficie para poder albergar una buena colección y tal superficie suele sermás rentable dedicada a otro tipo de negocio.

Para conjurar ese problema se ha creado la Espresso book machine que la librería Blackwell's ha instalado ya en Londres. El artilugio vendría a resolver el problema del almacenamiento en las librerías. Es una máquina que guarda cientos de miles de títulos en su memoria y encuaderna bajo demanda cualquiera de ellos. De este modo, la máquina convierte una pequeña superficie comercial en una librería con un inmenso fondo y obvia los problemas asociados a la necesidad de disponer de un local de grandes dimensiones, puesto que sólo se imprimen los ejemplares solicitados y no quedan restos de ediciones cuyo destino es la destrucción o, en el mejor de los casos, el reciclado, después de haber sido acarreados de un lugar a otro consumiendo combustibles fósiles y emitiendo CO2 a la atmósfera. Sin embargo, en las bibliotecas particulares la Espresso book machine no resuelve nada y muchos lectores sienten que los libros se comportan como aquellos misteriosos invasores de la casa ocupada cortazariana, porque poco a poco los volúmenes que el bibliófilo va adquiriendo van colonizando el espacio vital de las reducidas viviendas actuales.

La tecnología ha venido a resolver también este problema mediante los artilugios de tinta electrónica como el Kindle de Amazon o el Reader de Sony, que están irrumpiendo como una alternativa al papel digna de ser tenida en cuenta. La biblioteca cuyo tamaño impidió a Gonzalo Torrente Ballester acabar sus días en El Ferrol, donde finalmente fue enterrado, cabría en cualquier dispositivo electrónico. Por otra parte, la modalidad de transporte tradicional no puede competir en rapidez con la casi instantaneidad con que viajan los datos por Internet. Más aún, tampoco puede hacerlo con las nuevas costumbres. Y la descarga por Internet se está imponiendo, nos guste o no. La disponibilidad inmediata del texto sin tener que salir de casa entronca mucho mejor con los nuevos usos que la visita física a la librería. Además, el precio de los libros descargados por Internet puede reducirse considerablemente con relación al de papel.

No es fácil vaticinar cuál será el soporte de la escritura en el futuro y no parece muy inteligente defender posturas maximalistas, ni la de los que mantienen que el papel no desaparecerá jamás, ni la de los que aseveran que los libros tal como los conocemos tienen los días contados. Es muy probable que, bajo los formatos actuales de tinta electrónica u otros que puedan venir en el futuro, el libro de papel esté en franca retirada aun cuando su desaparición no llegue a ser total. Es cierto que todavía se han de resolver algunas cuestiones técnicas como la compatibilidad de formatos, de cara sobre todo a poder utilizar los libros ya adquiridos cuando aparezcan nuevos dispositivos. También habrá de regularse el derecho de copia y los mecanismos de control de la piratería. Es de suponer que las empresas editoras hayan aprendido para entonces de lo acontecido con la música.

A lo largo de los siglos el libro se ha beneficiado de los avances tecnológicos, aunque esos mismos avances han traído consigo algunas pérdidas. Cuando, a mediados del siglo XV, se inventó la imprenta los libros adquirieron un aspecto más impersonal que cuando eran caligrafiados por copistas. La aparición del ordenador ha hecho que se pierdan piezas tan codiciadas por los coleccionistas como los originales salidos del puño del autor y aún las versiones mecanografiadas, anotadas y corregidas manualmente, pero pocos escritores querrían volver atrás y tener que teclear una página entera cada vez que se quiere introducir algún cambio o corrección. También la paulatina desaparición del papel a manos del libro electrónico y de las descargas desde el propio domicilio acarreará pérdidas. No podremos recrearnos en la dedicatoria firmada por el autor para nosotros, ni los libros podrán guardar todas esas huellas que sólo el papel puede atesorar.

Desaparecerán los préstamos entre amigos, que son una forma de compartir cosas tan placenteras como la afición común por un vigoroso relato o unos hermosos versos. Tampoco las descargas podrán producir una bellísima correspondencia entre un librero y su clienta como la que se recoge en 84, Charing Cross Road. La Red, ciertamente, es mucho más fría y aséptica.

Bernar Freiría es catedrático de Filosofía y escritor. Los roedores es su última novela publicada.

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