Teoría de la torta
Siempre me han fascinado las estampillas de correo que conmemoran a los escritores famosos. Después de todo, el lenguaje con que se escriben las cartas -desde el comercial hasta el erótico- ha sido moldeado y perfeccionado por los autores cuyas efigies suelen adornar nuestra correspondencia. Antes de que un novelista o un poeta tenga el privilegio de que su cara sirva para el despacho de nuestras palabras por vía aérea o marítima, un misterioso cónclave de autoridades tiene que haber decidido que tal persona merece el respeto unánime de los clientes del correo, es decir, que se trata, de una u otra manera, de un clásico. Ir anotando los escogidos para recibir esta sanción pública es como poseer un barómetro de los gustos y prejuicios de la época actual, la forma en que rescata ciertos valores literarios del pasado y relega a otros a una existencia meramente (¿meramente?) libresca.Dados estos antecedentes, desafío a cualquiera a que adivine el último literato elegido por el servicio postal norteamericano. No se trata, como podría suponerse, de Hemingway, Faulkner o Dos Passos, los tres gigantes que modificaron drásticamente el curso de la narrativa contemporánea. El que acaba de ingresar al panteón de los dioses del correo es un autor del siglo XIX. Entonces, dirá el lector, más que seguro que es Melville, Hawthorne, Jack London, ninguno de los cuales jamás ha tenido una estampilla conmemorativa.
Tampoco.
Es un escritor que fuera de EE UU es absolutamente desconocido. E incluso acá sus libros no se reeditan, no están en las bibliotecas, ya nadie los lee. Es el autor, sin embargo, que quizá haya tenido mayor influencia en la creación de la cultura norteamericana actual. Decir su nombre hoy no es hablar acerca de sus 109 novelas e innumerables cuentos. Pronunciar su nombre es evocar toda la filosofía del éxito de Norteamérica, la certeza de que un país se construye a partir de hombres que se hacen a sí mismos (los seff-made-men), subiendo desde la pobreza y el anonimato por sus propios esfuerzos. El nombre de esa persona se identifica hoy con el capitalismo norteamericano en su quintaesencia.
Ese nombre es Horatio Algery nació hace 150 años en un pequeño villorrio de Massachusetts. Fue recién en 1861, con su octava novela, Ragged Dick (Dick el andrajoso), que comenzaría su extraordinaria popularidad, quedando convertido en el autor de más venta del siglo XIX en su país y quizá en el mundo. Esa obra era típica de muchas que la seguirían: un joven huérfano (en otros casos el joven tiene una madre a la que debe alimentar), virtuoso y leal pese a sus orígenes humildes, logrará hacerse un lugar en el mundo. Casi siempre tal ascenso se ve facilitado por un benefactor poderoso, un comerciante o un banquero que reconocerá las cualidades relucientes del protagonista. En el caso de Ragged Dick, el encuentro con este amparador ocurre porque el joven arriesga su vida para rescatar a una pequeñita que ha caído al río Hudson. Recibirá como recompensa un puesto en la oficina del padre de la criatura. Esta solución a los problemas del héroe se repite una y otra vez. El autor, por cierto, ha tenido cuidado de que siempre se trate, por extraña casualidad, de alguien cuyo padre o pariente está bien ubicado en el mundo mercantil del día. Y si no se utiliza ese capitalista ex machina, intervendrá la suerte de otra manera: los bonos que se creían sin valor terminan por valer una fortuna o al joven le va bien en un negocio. La ayuda desde arriba se derrama sobre quien ha hecho esfuerzos previos, y honrados, por merecerla.
Historias millonarias
Historias como éstas, a razón de tres o cuatro por año, vendieron millones de ejemplares en esa época. Alger tuvo mucho más éxito que cualquiera de sus protagonistas. Mientras ellos imitaban las virtudes tradicionales de la honestidad y lo frugal, los nacientes monopolios y corporaciones en formación estaban alterando el paisaje económico y moral de EE UU sin contemplaciones éticas de ninguna especie. Alger predicaba lo pretérito para sus personajes, pero practicaba, en el modo concreto en que fue produciendo la sucesión interminable de sus obras, el futuro. Pudo vender su sueño de que la buena fortuna recompensará al que haga méritos a pesar de la adversidad; pudo vender su sueño en los mismos momentos en que solamente unos pocos realmente lograron llegar hasta la cima de la sociedad y hacerse millonarios; lo pudo hacer -porque no escribió a la antigua, sino que fue el primer escritor norteamericano que aprovechó el nuevo mercado multitudinario que surgió después de la guerra civil entre el Sur y el Norte, trabajando su prosa y sus argumentos con los procedimientos novedosos de la industrialización. Se puede aventurar que él fue, antes del cine, antes de la historieta, antes de la televisión, el primer creador de ficción en serie. Usó fórmulas repetidas y repetibles, tramas estandarizadas y folletinescas, personajes superficiales y reconocibles: y vamos vendiendo. Pero, sobre todo, ofreció a sus lectores un mundo de esperanza fácil, simple, tan al alcance de la mente como del bolsillo. Hay libros que han tenido, más o menos en la misma época en que fue tan popular Horatio Alger, tanto o más impacto que los suyos. Diecisésis años antes de Ragged Dick, cuando Alger cumplía la mayoría de edad, apareció La cabaña del tío Tom, destinado a ser uno de los libros más importantes en la historia de su país, hasta el punto de que algunos -entre los que se cuenta Abraham Lincoln- piensan que su dramatización de los sufrimientos de los esclavos precipitó la guerra civil norteamericana. Pero a diferencia de Alger, la autora de este limás súpo darles a sus próximas obras ni la trascendencia ni la repercusión de la primera. No había descubierto una fórmula para el éxito; su popularidad se debía a la denuncia de una situación intolerable.
Algo parecido ocurrió con el libro más conocido de Uptor Sinclair, La jungla, que en -1906, siete años después de la muerto de Alger, y mientras la literatura de este último todavía estaba en su apogeo, destapó el escándallo de los mataderos de Chicago. Gran parte de la admirable legislación contemporánea norteamericana que estipula los reglamentos que deben seguir los industriales de la alimentación se debe a ese libro. Pero, también a diferencia de Alger, era una novela pesimista, oscura, desesperada. Sinclair la había escrito para convertir al pueblo norteamericano al socialismo mediante el conocido expediente naturalista de describir con brutalidad abierta la vida obrera. Lo que al público le interesó era que su carne estaba siendo producida de una manera contaminada y sin control. "Quise tocar el corazón norteamericano", dijo Upton Sinclair, con clarividencia, años más tarde, "y por accidente le acerté a su estómago". El que había llegado al corazón era Alger. Él sabía que personajes destinados a la frustración y a la muerte no venderían con regularidad, y generó una cadena casi infinita de libros optimistas, que crearon en su público la ilusión de que, si uno mantenía determinados principios y trabajaba fuerte, la fortuna terminaría por sonreírle.
Durante los años que separan la guerra civil de la primera guerra mundial, cuando Estados Unidos se estaba convirtiendo en un imperio, en una sociedad moderna e industrializada, gran parte de la juventud de ese país aprendió en la ficción de Horatio Alger a soñarse de una cierta manera, a suponer que el éxito estaba al alcance de todos. Su público preferido fueron los jóvenes de origen rural, a los que se les abrían dos fronteras posibles, dos mundos que prometían dinero y fama: debían elegir, si querían movilidad social, entre el Oeste y la gran ciudad. Para centenares de miles de aquellos adolescentes, las novelas de Horatio Alger se convirtieron en manuales de la vida urbana, guías para el ascenso social. Tal mito, tal ejemplo, tal ensueño de la prosperidad a la vuelta de la esquina, ha formado la base para todo el desarrollo norteamericano.
Es ese mito, el de Horatio Alger, el que está hoy en crisis en Estados Unidos. Pero es también su vigencia en los corazones y las mentes de los habitantes de Estados Unidos una de las razones de la popularidad del presidente Reagan, pese a su desastroso manejo de la economía. Cuando él explica su programa de reactivación del país, su filosofía social, sus palabras buscan arraigarse en un pueblo acostumbrado a las metas que Horatio Alger planteó por primera vez en ficción de una manera concreta.
La solución a los males del país no es tanto técnica, sino moral, según lo explica George Gilder, uno de los más connotados ideólogos neoconservadores en su libro La riqueza y la pobreza (Wealth and poverty). Hay que volver a las viejas y probadas virtudes del pasado: que la libre empresa y la competitividad florezcan y destruyan a los débiles; que no se proteja a los desamparados ni a los que carezcan de educación; que cada uno saque nuevas ideas y nuevas energías de la lucha por la supervivencia. Se concibe la sociedad como una torta: basta con que haya opulencia arriba, para que el dinero empiece a caer por gotas y luego a chorros hacia las partes inferiores y menos favorecidas. Está claro que detrás de esta concepción -si los ricos ganan más, han de invertir más- la vida está interpretada como si fuera una novela de Horatio Alger: si los pobres actuaran como el héroe de sus obras y los poderosos actuaran como los filantrópicos benefactores, la economía norteamericana saldría de la recesión y todos serían felices.
No me parece la ocasión para hacer la crítica de tales experimentos sociales. Es la realidad la que se está encargando de desmentirlos con más ferocidad de la que yo me siento capaz.
A 150 años del nacimiento de Horatio Alger, con una cesantía que es la más alta desde la depresión de los años treinta, millones de hombres y mujeres -los no tan lejanos descendientes de quienes leían sus novelas ávidamente- están usando esa estampilla no para soñar un futuro multimillonario, sino simplemente para enviar a oficinas y fábricas sus peticiones de empleo y para recibir la noticia de que no hay vacante.
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