China: obsesión inversora
Según los últimos indicadores económicos, es muy probable que China sea la economía que mejor sortee la recesión mundial como consecuencia de la crisis crediticia que estalló hace justo dos años en el sistema bancario estadounidense. Más allá de la credibilidad de algunas estadísticas chinas, todos los analistas convienen en que esa economía puede ya estar amortiguando la desaceleración de sus exportaciones causada por la contracción de las restantes economías avanzadas.
La razón de la esperanza en esa economía como tractor de la economía mundial no es otra que la intensidad de su programa de estímulo de la demanda interna y el aumento del crédito al sector privado dictado por las autoridades. El crecimiento de la producción industrial refleja la voluntad de las autoridades de que el desempleo no vaya a mayores. El paro es la variable que puede determinar la alteración de ese precario equilibrio entre la economía y las tensiones sociales subyacentes. Por esa razón, el Gobierno chino favorece ritmos de crecimiento sin precedentes en la inversión pública, mayoritariamente en infraestructuras físicas, así como políticas de fomento de la vivienda, que contribuirán a que en el conjunto de este año esa economía registre una tasa de crecimiento del PIB en el entorno del 7,5% (significativamente inferior al 10% medio de los últimos 11 años) y algo superior al 8% el año que viene.
Como se vio en la reciente visita del secretario del Tesoro, Timothy Geithner, la coincidencia de EE UU y China también alcanza a algunas decisiones de política económica y financiera internacional. Washington ya no puede ejercer una hegemonía absoluta en la escena económica y financiera internacional. Pekín es su principal financiador y uno de sus principales clientes y proveedores. El entendimiento entre ambos es necesario para que la salida de esta crisis sea compatible con la dinámica de globalización hasta ahora vigente. Es decir, multilateralismo puro y duro.
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