Los reyes del mambo leen novelas de ciencia-ficción
El término latino es una abstracción que unifica a los diversos grupos de origen hispánico asentados en Estados Unidos, como los chicanos —o mexicano-americanos—, los puertorriqueños, los dominicanos, los cubanos, y un conglomerado que comprende a los inmigrantes procedentes de Centro o Suramérica. Según estadísticas recientes hay 45 millones de latinos en Estados Unidos, es decir, el 15 % de la población. El fenómeno está cambiando la cara del país, que se perfila como una sociedad que va camino de ser bilingüe y bicultural. Aunque la expresión U. S. Latino writers es moneda de uso común, no cabe hablar de una tradición literaria que unifique a los escritores hispánico-norteamericanos. De la misma manera que los latinos constituyen una comunidad fragmentada, en términos literarios habría que hablar de denominaciones más bien inconexas: la literatura de los chicanos es distinta de la que producen los autores de Nuevo México, y ninguna de las dos guarda relación con las obras de los autores procedentes de las diferentes comunidades caribeñas, cada una de las cuales tiene rasgos muy específicos. Por lo que se refiere a lengua literaria, no hay equívocos: es el inglés. Históricamente, el fenómeno de la latinitas norteamericana comienza en 1848, fecha en la que se firmó el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, en virtud del cual México cedió a Estados Unidos algo más de la mitad de su territorio nacional a cambio de 15 millones de dólares. Acercándonos a los umbrales de nuestro tiempo, uno de los primeros textos latinos de calidad es Mexican Village (1945), de la mexicana de raíces europeas Josephina Niggli, colección de diez novelas cortas hábilmente entrelazadas que algún editor avispado debería recuperar para nuestra lengua, como también debiera rescatarse A Puerto Rican in New York and Other Sketches (1961), conjunto de estampas sobre la vida en Manhattan escritas con gracia insuperable por el autor de raza negra Jesús Colón. La autobiografía de Piri Thomas, mitad cubano, mitad puertorriqueño, Down These Mean Streets (1967), es uno de los mejores testimonios jamás escritos sobre la experiencia nuyorican. En 1971 Tomás Rivera publica en español ...y no se lo tragó la tierra, que traduciría al inglés Rolando Hinojosa-Smith, decano de las letras chicanas, autor del ciclo novelístico titulado Klail City Death Trip Series. Uno de los textos fundacionales de esta literatura es Bless Me, Ultima (1972), de Rudolfo Anaya. A principios de la década de los ochenta nos encontramos con dos novelas de gran calidad: Family Installments, del puertorriqueño Edward Rivera, y Nuestra casa en el fin del mundo, debut literario del cubano Óscar Hijuelos. Por esos años, Sandra Cisneros publica Una casa en Mango Street, colección de viñetas de gran fuerza poética que dan cuenta de la vida en un barrio hispano de Chicago a través de los ojos de una niña. El libro despertó el interés del mundo editorial por los autores latinos. La escritora mexicana Elena Poniatowska hizo una excelente traducción al castellano. En 1989, dos obras escritas en inglés por autores españoles optaron al Premio Nacional del Libro norteamericano, Locos de Felipe Alfau (publicada originalmente en 1936) y Paradise de Elena Castedo. La hora de la literatura latina llegaría un año después, con la concesión del Premio Pulitzer a Óscar Hijuelos por Los reyes del mambo tocan canciones de amor (1990). Desde entonces hasta la reciente concesión del Pulitzer a Junot Díaz por La maravillosa vida breve de Óscar Wao (2007) han surgido bastantes autores hispánico-norteamericanos de interés, como el colombiano Jaime Manrique, la dominicana Julia Álvarez, la cubana Cristina García, autora de Dreaming in Cuban (1992), o el ecuatoriano Ernesto Quiñonez, autor de Bodega Dreams (2002). Casi todos ellos han escrito obras de creciente complejidad, aunque en la mayoría de los casos su primer título es el de mayor relieve. Una excepción a este fenómeno es Rolando Hinojosa-Smith, cuyo apellido refleja lo ocurrido con su trayectoria: a mitad de su carrera, dejó de escribir en español para hacerlo en inglés. La consolidación de los latinos como fuerza social hizo que escritores que jamás habían prestado atención a su identidad cultural, como John Rechy, autor de City of Night (1963), poderosa novela de temática homosexual, empezara a escribir acerca de los problemas de su comunidad. Entre quienes se mantienen activos hoy día destacan los chicanos Dagoberto Gilb, Alfredo Véa o Luis Rodríguez, autor de The Republic of East LA (2002), y el cubano Ernesto Mestre (Lazarus Rumba, 1999). Francisco Goldman, guatemalteco-americano, autor de tres novelas de gran ambición, es uno de los valores más sólidos junto a Junot Díaz. Periódicamente surgen obras que sorprenden por su frescura y calidad, como ha ocurrido recientemente con Radio Ciudad perdida (2007), de Daniel Alarcón, joven autor de raíces peruanas que vive en Oakland (California). La concesión del Premio Alfaguara 2008 de novela a Chiquita, de Antonio Orlando Rodríguez, cubano residente en Miami que escribe en español, nos recuerda que hay un número no desdeñable de narradores hispanos cuya lengua literaria sigue siendo el castellano, aunque, en buena ley, es preciso señalar que las novelas de calidad escritas en inglés por los escritores latinos de Estados Unidos pertenecen por derecho propio y de manera incuestionable al canon literario norteamericano.
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