"Hitler era como un agujero negro y necesitaba matar para existir"
Sigfrido, el título de la última obra del escritor holandés Harry Mulisch (Haarlem, 1927), traducida al español, puede conducir a engaño. No se trata del protagonista de la historia. Es el hijo y la víctima más íntima del enigmático personaje que el autor ha tratado de entender dándole una oportunidad para amar: nada menos que Adolf Hitler. Tan abrumadora empresa no parece haber hecho mella en Mulisch, uno de los novelistas más galardonados de los Países Bajos, que ha concluido su relación literaria con el Führer. Recogido en la hermosa biblioteca de su casa de Amsterdam, en pleno centro de la ciudad y a un paso de su café favorito, el del hotel Americain, Mulisch llena de humanidad la imagen de artista algo vanidoso que suele darse de él. Desde luego está convencido de que escribe "libros estupendos" y de que sus colegas suelen ser unos "depresivos aburridos". Sabe con seguridad que sus libros perdurarán más que las mejores adaptaciones cinematográficas que hayan inspirado, y hasta califica el Premio Nobel de Literatura de "sueño de juventud" que aceptaría gustoso. Pero lo que más sorprende es que no quiere estar de vuelta de todo. A pesar de las alabanzas recibidas por su 75 cumpleaños y por encima de las fiestas, premios y honores, sabe que en su oficio no hay conejos ocultos en una chistera. Que la obra arrastra y manda, pero sólo cuando llama para ser escrita. Y, sobre todo, que es preciso dejarse sorprender y no apartarse de la realidad al escribir. Sólo así pueden captarse a tiempo opiniones sobre Hitler como las de su hijo de 11 años (tiene también dos hijas en la treintena), tan agudas, que acabaron colándose entre las páginas firmadas por su famoso padre.
"Lo peor que podría pasarme es que una película fuera mejor que mi libro"
"Leí de todo hasta los treinta años y luego paré. Ya me había formado una idea de lo que valía la pena saber"
PREGUNTA. La Segunda Guerra Mundial atraviesa su obra desde el principio. A Sigfrido lo condena ahora el propio Hitler. Aunque la contienda le tocó de lleno (nunca ha ocultado que su padre colaboró con los nazis, pero también salvó a su madre, judía, de la cámara de gas), ¿no ha temido nunca que su biografía se adueñara de la ficción emborronando cualquier forma de introspección literaria?
RESPUESTA. Yo tenía 12 años cuando estalló la guerra y 17 al final. Como otros escritores de mi generación me hice adulto con ella y la llevo en la sangre. Sin este marco vital de referencia hubiera escrito otros libros excelentes, seguro, pero entonces no habría profundizado en una de las figuras más anodinas y a la vez enigmáticas del siglo XX. Porque Hitler era un tipo feo y vulgar que parecía incapaz de arrastrar a nadie con sus ideas. Una especie de agujero negro que lo absorbía todo porque no era nada. Fíjese que con toda la tragedia humana del Holocausto, Stalin, por ejemplo, mató a mucha más gente que él. Pero el líder ruso era un racionalista absoluto capaz de lo peor, que partió de una inspiración acertada como es la lucha contra la desigualdad social. Hitler, por el contrario, era un irracional completo. Su mundo ideal era el paradigma de la desigualdad del hombre. Intenté acercarme a él porque no me convencían las teorías sobre su fascinación. Que si un accidente que le enajenó, que si fue un producto de la crisis económica alemana o hasta un homosexual frustrado. Yo me dije, vamos a darle una oportunidad al que tuvo que matarlo todo para existir. Así que le proporcioné un hijo. En vano. También lo destruye. Si hubiera habido un botón para reventar la Tierra, Hitler lo habría pulsado sin vacilar. De todos modos, he acabado con este tipo. Es una figura propia del siglo XX y ahí debe permanecer. En el futuro habrá otras catástrofes, como la que se nos avecina con Sadam Husein, tal vez. Pero no un fenómeno así.
P. Se ha declarado agnóstico. ¿Ha sentido alguna pulsión de tipo religioso al ahondar en el mal absoluto representado por Hitler?
R. Veamos. Yo creo que Dios existe, sin duda, pero sólo para aquellos que creen en Él. Es una invención del hombre y cuando desaparezca el último mortal sobre la Tierra acabará también Dios. Me considero más bien un racionalista y, desde luego, un politeísta. Los griegos y los egipcios inventaron dioses maravillosos. También la Biblia es una historia. La diferencia es que unos la leen y ya está, y otros se la creen. Fíjese en el Nuevo Testamento. Sin duda lo escribieron colegas míos llenos de imaginación. Pero volviendo a Hitler, la verdad es que la moral no puede fundarse sólo en Dios. De ser así, el porcentaje de asesinos sería mucho más abultado entre los ateos que entre los creyentes, cosa que no ocurre. Pero, repito, si ha habido gente capaz de dejarse quemar en la Inquisión, es que Dios existe, si así lo crees. Es lo que decían los místicos, por otro lado.
R. Lo peor que podría pasarme es que una película fuera mejor que mi libro. Piense en Ana Karenina. Ha habido por lo menos una decena de adaptaciones a la pantalla y quién las recuerda. Sí, Greta Garbo, Vivien Leigh, pero por las actrices. Sin embargo, de Tolstói no se olvida nadie. En cambio, La naranja mecánica es el caso opuesto. El filme es magnífico y la obra de Antony Burgess ha pasado casi al olvido. Lo mejor sería que una parte del público sólo leyera la novela y el resto fuera sólo al cine. Un imposible, lo sé. Pero cuando una escena capta bien un momento del libro, devuelve sensaciones que un escritor no lograría sin una imagen. Eso es innegable.
P. Se le suele presentar como un autor desdeñoso con la obra de sus contemporáneos a los que no lee. ¿Es así?
R. Leí de todo hasta los treinta años y luego paré. Ya me había formado una idea de lo que valía la pena saber. Qué podría sacar de una novela firmada por otro. Si es mala, me aburre. Cuando son buenas, hubiera querido escribirlas yo mismo. Además, no me sirven para nada. A no ser que pretenda ser acusado de plagio (risas). Es una broma. Lo que leo son ensayos, ciencia, análisis de todo tipo. Para Sigfrido devoré dos metros de libros sobre Hitler y su época. Leo de otro modo, por así decirlo.
P. ¿Ciencia y genética, entre otras cosas?
R. Desde luego. Mire, si pudiéramos retroceder en el tiempo y decirle a Julio Verne que hemos pisado la Luna como él predijo, ¿sabe lo que le asombraría? No sería el viaje en una nave espacial, que eso ya lo imaginó muy bien. Sería el hecho de haberlo visto por televisión. Un aparato fuera de cualquier predicción en su época. Con los clones pasará otro tanto. Disquisiciones éticas aparte, lo esencial es que ahora sabemos que el hombre hará todo aquello de lo que sea capaz. Y no será antinatural. Al contrario. La propia selección natural nos ha puesto en disposición de lograr cosas asombrosas. Es la evolución, si se piensa con detenimiento.
R. Me contó muy serio que Hitler era atroz y merecía ir al infierno. Pero como allí disfrutaría con seres tan diabólicos como él, lo mejor sería enviarlo a sufrir al cielo entre millones de judíos asesinados. Un refinado castigo que no se me hubiera ocurrido. Por eso lo puse.
El mito, la realidad y el humor
HARRY MULISCH irrumpió en la escena literaria holandesa en 1952 con Archibald Strohalm, una novela plena de crítica social, pero también optimista, que describe los trabajos de un artista frente al proceso creativo y al mundo que le rodea. Esta dualidad, unida a la maestría con que suele entremezclar mito y realidad, han transformado varios de sus libros posteriores en auténticos best sellers de calidad literaria. Es el caso de El atentado (Tusquets), un recuento de sus vivencias en la II Guerra que gira en torno al castigo infligido a un colaboracionista que, para salvar a un judío perseguido, tuvo que dejar morir a otro.
En Dos mujeres (Tusquets), la pasión amorosa entre las protagonistas, Laura y Silvia, pasa de la ilusión al conflicto social para acabar en desastre. Y si la prosa de estas dos narraciones bien podría calificarse de visual, El descubrimiento del cielo (Tusquets) supone la consagración. Es la historia del siglo XX narrada por un ángel, donde el encuentro de Onno y Max, dos personajes singulares unidos de forma casi mágica por la paternidad, desemboca en la búsqueda del enigma del título. La erudición filosófica rivaliza aquí con los conocimientos sobre genética de Mulisch. En El procedimiento, el misterio de la creación está representado por un químico capaz de convertir el cristal en un ser vivo. Un prodigio no exento de sarcasmo por cuanto el nuevo "creador" no podrá evitar la muerte de su propia hija. I. F.
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