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Crítica:EL LIBRO DE LA SEMANA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Gran novela de ideas

J. Ernesto Ayala-Dip

La sustancia especulativa de El viajero del siglo , la novela con la que Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) se ha alzado con el Premio Alfaguara de este año, no es menor que su sustancia radicalmente ficcional. La razón y el juego dan sentido pleno a este artefacto deslumbrante de la inventiva y el dibujo compositivo. Son tantos los campos de que se nutre que uno no sabe, para ser útil al lector, por dónde empezar a desmadejar el ovillo de su construcción. Tantos son sus tonos. Sus trampillas humorísticas (como inventarse personajes históricos con nombres de jugadores de fútbol alemanes). Podría empezarse diciendo que Neuman ya abordó algunos de los temas de su nueva novela en otras anteriores. Por ejemplo en Bariloche, la primera y con la que quedó finalista en el Premio Herralde de 1999. A sus veintidós años, ya mostró en ese título suficiente madurez narrativa como para tratar asuntos como el adulterio, el desarraigo y algunas preguntas capitales de orden existencial, sin que en ninguno de ellos se mostrara superficial y falto de carácter reflexivo.

El viajero del siglo

Andrés Neuman

Alfaguara. Madrid, 2009

531 páginas. 22 euros

El viajero del siglo transcurre en una pequeña ciudad alemana durante los años posteriores a la caída de los ejércitos napoleónicos. Los años de la Restauración, de la Santa Alianza y su terrorífico ideólogo el canciller Metternich. Dado que se dice en un momento de la novela que hace muy pocos días que se publicó Cromwell de Victor Hugo, bien podemos fechar su acción hacia 1827. Entre su primavera y su incipiente invierno. Dijimos una población alemana: Wandernburgo. Un enclave ficticio de tinte prusiano probablemente cercano a Berlín, incluso permeable a ese espíritu versallesco que Federico el Grande le insufló a la también cercana Potsdam. La novela de Neuman pivota en torno a dos personajes directrices: el viajero Hans y la joven hambrienta de saberes y experiencias ineludibles Sophie, una deliciosa heroína decimonónica sin síndrome de Madame Bovary. Le siguen en orden de importancia el apuesto Wilderhaus, novio formal de Sophie. Es una suerte que este crítico haya leído hace unos años La cultura de la conversación, de la ensayista italiana Benedetta Craveri: un ensayo valiosísimo sobre el poder revolucionario de este sofisticado hábito durante los siglos XVII y XVIII. Y no es menor suerte haber leído lo que Erich Auerbach nos dice sobre los salones literarios en Mimesis. En la novela de Andrés Neuman se airean candentes asuntos: estética, filosofía, religión, política. La señorita Sophie tiene por costumbre reunir todos los viernes en su casa un salón literario para polemizar o intercambiar pareceres. A Auerbach no le llama la atención que Julien Sorel, el insigne arribista de Stendhal, tenga tan poca consideración por el salón de Madame De la Mole en Rojo y negro. Nos dice el estudioso alemán que si Sorel se aburre allí es porque esos salones no tenían el empaque literario y especulativo, ni el brillo inteligente de las verdaderas conversaciones de los salones del siglo XVIII francés. Con su desdén, Sorel de un plumazo desenmascaraba el paripé. En El viajero del siglo, la figura del salón literario es vital: aquí se atan y desatan todos sus nudos teoréticos, llámense Kant, Hegel, la vigencia de Walter Scott, el estatuto del folletín, la función de la traducción y el futuro de la Weltliteratur (la literatura universal) de Goethe. Son viernes luminosos de garbeo intelectual y profundidad analítica. Hans, que se declara no seguidor de Hegel (aunque curiosamente haya nacido en Jena, la ciudad donde dio clases el filósofo hasta que Napoleón la invadió), es un viajero que ha hecho un alto en esa morada de suaves diálogos y casi erótico fervor por las ideas, no sólo las suyas sino también las contrarias. Un kantiano en brazos de la dialéctica hegeliana. A diferencia del salón stendheliano, el de Neuman rezuma luminosa autenticidad, aunque una imprecisa melancolía por momentos también se apodera de nosotros, no sé exactamente si la que nos contagian sus contertulios.

El adulterio se fragua en ese salón. Ya se lo dice el padre de Sophie a Hans. Verlos conversar a su hija y al viajero, como si no hubiera nadie más: "Vi la fatalidad". Conversación, adulterio. Y un afán de absoluto en las palabras y en la carne. Fuera del salón, el viajero y Sophie traducen juntos a poetas extranjeros al alemán: una dolorosa ironía. Quien traduce traiciona, saben ellos. Estos amantes están abocados a la soledad, diría el Barthes de Fragmentos de un discurso amoroso. Así expían su culpa y su milagro.

Lee el inicio de 'El viajero del siglo'

El escritor Andrés Neuman es autor de <i>El viajero del siglo.</i>
El escritor Andrés Neuman es autor de El viajero del siglo.DANIEL MORDZINSKI

Huérfanos del presente

Con El viajero del siglo Andrés Neuman ha urdido una poderosa novela de ideas. (Con una novelita epistolar entremedio, por cierto). Puede que los lectores la interpreten también como un relato histórico. Estarían en su derecho. De alguna manera Hans es un héroe de su tiempo en toda regla: sus deseos, sus devaneos carnales, sus apetencias domésticas, sus incertidumbres personales, sus interrogantes introspectivos no le impiden una desgarrada autoconciencia de sujeto histórico prisionero en una encrucijada moral, estética y política. Pero Hans lo dice en la novela: el presente es histórico. ¿Qué sentido tiene entonces leer a Walter Scott? Los autores más autorizados de la sociología contemporánea ya nos han dibujado nuestro presente: una sociedad huérfana de pasado. Habría entonces que preguntarse si tanto "presentismo" sirve para disimular que también estamos huérfanos de presente. El lector tiene la libertad para decidir si El viajero del siglo es una cosa u otra, o las dos juntas. U otra que él decida. La gozosa libertad, que diría Hans, para disfrutarla, romper fronteras. Y ver a Hans y Sophie, entre la duda y la felicidad innegociable, tan entregados a sus intelectuales escarceos amorosos mientras traducen a Leopardi.

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