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Columna
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El cementerio de los pisos vacíos

El mundo ha cambiado tanto que las ruinas del siglo XXI son los edificios enteros, los que están de pie pero vacíos. Por ejemplo, las 51.101 viviendas nuevas pero deshabitadas que hay ahora mismo en la Comunidad de Madrid y que, de alguna forma, son la Pompeya del mercado inmobiliario, con la única diferencia de que en un sitio estalló el Vesubio y en el otro saltó la banca. Los edificios sin acabar son el esqueleto de la economía y las casas desocupadas son el mejor resumen de este sistema que consiste en invitar a los ciudadanos al banquete de la prosperidad y luego pasarles la factura. En un libro muy divertido que acaba de publicar la editorial Renacimiento y que se titula Bohemia y literatura, se cuenta la historia de un lector apasionado de Francisco de Villaespesa que para darse el gusto de conocerle fue en bicicleta desde Murcia hasta Madrid, con la esperanza de que le recibiera. Al llamar a la puerta de su casa, le abrió el poeta Pedro Luis de Gálvez, famoso sablista, que le invitó a pasar y le dijo que esperase en una sala mientras avisaba al maestro. En diez minutos, Gálvez disfrazó al autor de El alcázar de las perlas, Los nocturnos del Generalife o Aben-Humeya de árabe y le tendió en un diván, para impresionar a la visita, a quien Villaespesa invitó a compartir su tertulia literaria, luego a cenar y, finalmente, a que se quedase a dormir, en un cuarto libre. Al despertar, el incauto descubrió que su bicicleta había desaparecido: mientras él escuchaba fascinado a su ídolo, Gálvez la había llevado a un prestamista y la había empeñado para pagar la cena.

Ya no parece tan improbable tener que empeñar nuestra sombra para pagar el préstamo

Por desgracia, si hubiésemos leído hace tres años el libro en el que la profesora Amelina Correa recuerda esa historia y otras que hablan de cómo malvivían en Madrid los bohemios de principios del siglo XX, nos hubiese parecido que el mundo del que habla estaba muy lejos, pero hoy eso ya no ocurre, porque visto desde el fondo de la crisis ya no parece tan improbable tener que empeñar hasta nuestra sombra para pagarnos, por ejemplo, la hipoteca. Es increíble el modo en que el mundo ha avanzado hacia atrás.

"Un muro no separa, lo que hace es atar los espacios que divide", dice la escritora canadiense Anne Michaels, que es extraordinaria pero en eso se equivoca: los muros de las casas vacías de Madrid y del resto de España son una frontera, a un lado el sentido común y la justicia y al otro la locura y el abuso. Juan Urbano me dice que, en su opinión, deberían de obligar a las inmobiliarias y constructoras que tienen esas viviendas a sacarlas al mercado a un precio razonable, en lugar de permitir que se hundan con ellas como piratas abrazados a sus cofres del tesoro. ¿Será una simple coincidencia que en un pasaje de la Eneida, Virgilio describa la entrada del infierno como "la casa vacía de una persona rica", "domos Ditis vacuas"? Con el paso del tiempo, las cosas cambian, pero no mucho.

Y, por supuesto, esas casas sin pulso cuya suma da como resultado un cementerio, sin muertos pero también sin vida, son una metáfora terrible de este capitalismo feroz en cuyos escaparates brillan las promesas a las que no pueden llegar la mayoría de las personas que las miran. Un simple cristal también puede ser una frontera. Mientras tanto, el ministro de Economía que empezó a cavar este agujero se va a llevar una auténtica fortuna de Bankia, para celebrar que vuelve a tener las llaves del negocio en la mano. Es para no irse de la Puerta del Sol.

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