¿Amenaza la inteligencia electrónica a la humana?
En el siglo XII de nuestra era, cuando se tradujo al latín el tratado árabe Sobre el arte hindú del cálculo, se instaló en el mundo occidental el moderno sistema decimal, un avance que se aprecia más si se intenta hacer divisiones largas con números romanos. El nombre del autor, el erudito bagdadí Muhammad ibn Musa al Juarizmi, se latinizó a Algoritmi, que luego cambió ligeramente a algoritmo, lo cual no significa más que una receta para resolver problemas paso a paso.
Fue Internet la que privó a la palabra de su inocencia. Los algoritmos, tan firmemente protegidos como secretos de Estado, compran y venden acciones y títulos hipotecarios, a veces con un celo desapasionado que hunde mercados. Los algoritmos prometen encontrar las noticias que nos interesan, incluso la pareja perfecta. No podemos visitar Amazon.com sin enfrentarnos a una lista de productos recomendados por el Gran Algoritmi.
Sus intuiciones, por supuesto, no son más que cálculos; con suficiente tiempo, se podrían efectuar con piedras. Pero cuando se procesan tantos datos con tanta rapidez, el efecto es como de oráculo y casi opaco. Ni siquiera echándole una ojeada a los secretos comerciales cibernéticos podríamos desentrañar los cómputos. Mientras ves, junto a la esposa que encontraste a través de una agencia matrimonial virtual, películas alquiladas por Internet, bien podrías ser un avatar dentro de un juego de realidad virtual. El sistema operativo te ha absorbido.
Recientemente, la noticia ofrecida por los ejecutivos de MySpace de unos nuevos algoritmos que utilizarán la información sobre páginas personales de los usuarios y reunirán anuncios específicos apenas provocó un respingo. La idea de automatizar lo que antes se llamaba criterio pasó de radical a habitual.
Lo que se está extendiendo por Internet no es exactamente inteligencia artificial. A pesar de todas las investigaciones efectuadas sobre ciencia cognitiva e informática, los algoritmos más formidables del cerebro -los usados para reconocer imágenes o sonidos o entender el lenguaje-, eluden la simulación. La alternativa es incorporar personas, con sus habilidades especiales, como componentes de la Red.
Si entramos en Google Image Labeler (images.google.com/imagelabeler) enseguida nos emparejarán de manera aleatoria con otro internauta aburrido -de Corea, tal vez, o de Omaha, Nebraska-, que ha aceptado jugar. Google nos enseña una serie de fotos obtenidas de Internet -el sol poniéndose sobre el océano o un cometa atravesando el espacio-, y los jugadores obtienen puntos escribiendo tantas palabras descriptivas como puedan. Los resultados se almacenan y analizan, y mediante esta simbiosis humano-máquina Google refina sus algoritmos de búsqueda de imágenes.
El proyecto sigue siendo experimental. Pero el concepto no es tan distinto de lo que ocurre durante una búsqueda en Google. La red de computadoras que responden a la búsqueda presta atención a qué resultados preferimos leer. Recopilamos datos de la Red mientras la Red recopila datos sobre nosotros. El resultado es una acumulación estadística de qué buscan los usuarios, una percepción aproximada de qué significa el lenguaje de éstos.
En la década de 1950, William Ross Ashby, psiquiatra y cibernauta británico, anticipó algo parecido a esta fusión al escribir sobre la ampliación de la inteligencia: el pensamiento humano ayudado por máquinas. Pero son las dos inteligencias, la biológica y la electrónica, las que se están ampliando.
Hace varios años, SETI@home se convirtió en vehículo para que los propietarios de ordenadores donaran sus capacidades de procesamiento no utilizadas para el análisis intenso de los números necesarios para clasificar los datos telescópicos en busca de vida extraterrestre. Ahora, un sitio dirigido por Amazon.com, Mechanical Turk (www.mturk.com), nos pide que le prestemos nuestro cerebro. Llamado así en honor a un autómata ajedrecístico del siglo XVIII que resultó tener un humano oculto en su interior, el Mechanical Turk ofrece a los voluntarios la oportunidad de buscar al aviador desaparecido Steve Fossett examinando fotos de satélite. O se pueden ganar unos cuantos céntimos efectuando otras tareas que desconciertan a los ordenadores: catalogar sitios de Internet ("sexo explícito", "artes y ocio", "automoción"), identificar objetos en imágenes de vídeo, resumir o parafrasear fragmentos de texto, transcribir grabaciones sonoras, especialidades en las que el cerebro humano destaca.
En un artículo de 1950 titulado Computing machinery and intelligence [Maquinaria informática e inteligencia], Alan Turing preveía un día en el que resultase difícil encontrar la diferencia entre las respuestas de un ordenador y las de un ser humano. Quizá lo que no previó fue cuánto se desdibujarían los límites.
¿Cómo se cataloga Wikipedia, la enciclopedia generada por los usuarios que es un mecanismo extenso con piezas humanas reemplazables? Si presentamos o cambiamos un artículo, se pone en funcionamiento un enjambre de cálidos, y a veces acalorados, ejercicios de lectura de pruebas, haciendo correcciones y correcciones a las correcciones.
O quizá Wikipedia se parezca más a un organismo, con glóbulos blancos humanos protegiendo su integridad. Sólo un utópico podría haber predicho lo dispuestos que estamos los humanos a trabajar gratis. Somos más baratos que el soporte físico; algo bueno, teniendo en cuenta lo difícil que somos de duplicar.
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