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Ola de cambio en el mundo islámico | La diplomacia de la Casa Blanca
Columna
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Sin respuesta ante la masacre

De nuevo los hechos dan la razón a las célebres palabras de John F. Kennedy: "Los que hacen imposible la revolución pacífica harán inevitable la revolución violenta". Pareció por un momento que la revolución en Túnez permitiría la evolución en otros países. El rey de Jordania, por ejemplo, reaccionó con presteza y puso en marcha un proceso de cambio sin necesidad de grandes movilizaciones. Pero los autoritarismos son muy poco dados a la autocrítica y a rectificar, y al final se está demostrando que su podredumbre moral es tan intensa que solo la caída permite un cambio real. La resistencia de los tiranos sería ridícula, sus discursos exasperados de última hora casi cómicos, si no estuviese en juego el destino de millones de personas, aterrorizando a miles, apaleando y torturando a cientos y matando a decenas. Pero hasta ahora no hemos visto nada de la escala de lo que ha sucedido en las últimas horas en Libia.

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Al final, ha pasado: el tan temido baño de sangre, la represión sin freno, el asesinato en masa. Se ha hecho realidad la pesadilla que acechó día tras día durante la revuelta egipcia: las Fuerzas Armadas y de seguridad usando todo su potencial de fuego contra manifestantes indefensos. Y ha sido incluso peor de lo que hubiésemos llegado a imaginar. En Bengasi y las ciudades del este primero, y desde el domingo en la propia capital, Trípoli, Muamar el Gadafi decidió ahogar en sangre las justas reivindicaciones de los libios. Al principio, pareció una versión agravada de lo que se vio antes en Egipto, Yemen o Túnez: fuerzas mercenarias extranjeras, coches que disparan al azar a quien se atreva a estar por la calle, asaltos a cárceles. Pero lo que ocurrió ayer en Libia está a la par con otras matanzas que han entrado en la historia de la ignominia, como Budapest en 1956 o Tiananmen en 1989. Fuera de tiempos de guerra, no es fácil encontrar precedentes de un uso tan indiscriminado y feroz de la fuerza contra un país entero.

Más de seis décadas después de la firma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tras años formulando y debatiendo sobre la responsabilidad de proteger a las poblaciones, anteponiendo la seguridad de las personas al interés del Gobierno, asistimos impotentes a la carnicería. Un Gobierno se ha convertido en el peor peligro para sus ciudadanos. La pregunta inmediata es: ¿cómo se puede detener? Incluso si hoy mismo encontrásemos la respuesta, ya nada devolverá la vida a los cientos de inocentes que perdieron su vida ayer.

Por eso, planteo una pregunta: ¿podemos evitar que se repita? La revuelta árabe sigue viva en Bahréin y en Yemen, y puede reactivarse en cualquier momento en otros países árabes. Después de los acontecimientos de ayer, nada nos puede ya pillar desprevenidos. Existen muchas responsabilidades por depurar en el pasado, pero lo más imperdonable de todo sería no estar a la altura otra vez. Ya sabemos lo que se puede esperar de esos regímenes instalados en el miedo y la corrupción. Ahora es momento de poner toda la carne en el asador, no apoyando manifestaciones o cambios de régimen, sino anunciando nuevas reglas del juego antes de que empiece otra masacre. Congelación de todos los acuerdos ante la primera sospecha de uso indiscriminado de la fuerza contra manifestantes pacíficos. Bloqueo de las cuentas de todos los altos cargos del régimen. Llamada a consultas a los embajadores, interrupción del envío de materiales que puedan usarse para la represión, apoyo a procesos criminales contra quien ordene crímenes contra la humanidad. Nada de eso hubiese convencido a Gadafi, argumentarán algunos, pero si puede detener una espiral infernal un solo país, uno solo, ya habrá valido la pena.

Cada crisis llevaría a un país distinto de la UE a titubear: así como Libia es demasiado importante para Italia, Marruecos lo es para España, Argelia para Francia, Omán para Reino Unido, Jordania para países amigos de Israel como Alemania. Solo una postura acordada previamente, activada automáticamente contra cualquier Gobierno que entre en una espiral de represión violenta, puede sacar a Europa de la vergonzosa parálisis con la que asistimos a los acontecimientos de ayer.

Esta mañana huele a pólvora y sangre en las calles de Trípoli. Podemos llorar con amargura a los que ayer perecieron por el orgullo de un ególatra criminal. Pero si tenemos algún respeto por ellos, la primera obligación moral de la UE es estar preparada para la próxima.

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