Un mundo desnuclearizado
El mayor riesgo que corremos con la crisis financiera, convertida ya en crisis económica global, es que se utilice para encubrir la crisis de fondo que sufre nuestra civilización. De la primera, parece seguro que, antes o después, saldremos con un nuevo equilibrio que, a fin de cuentas, impondrán factores objetivos, sin que cuenten mucho las buenas intenciones que expresen los Gobiernos o los distintos sectores sociales. Una cosa es repetir la obviedad de que las crisis ofrecen una gran oportunidad para la renovación, y otra muy distinta, que se lleven a cabo las reformas pertinentes. Al final, saldrán fortalecidos los países que las hayan hecho, y muy debilitados aquellos que no logren cambios sustantivos.
De las crisis profundas que sufre nuestra civilización, la que nos amenaza a más corto plazo es sin duda la proliferación de las armas atómicas, seguida de la explosión demográfica, el cambio climático, la escasez de agua y el agotamiento de las materias primas. Las enumero en orden de mayor a menor importancia, consciente de que se imbrican entre sí, potenciando los efectos negativos. Sin frenar en algunas regiones del planeta el crecimiento exorbitante de la población, no se podrán resolver ninguno de los problemas políticos y sociales que más inciden sobre el mundo desarrollado, como son las inmigraciones masivas. En cambio, la desnuclearización del planeta depende, no tanto de fuerzas naturales difícilmente controlables, como de la voluntad de los Estados.
El momento culminante del reciente viaje a Europa del presidente Obama fue su discurso del 5 de abril en Praga, en el que recalcó la necesidad de conseguir en este siglo un mundo "en paz y seguridad sin armas nucleares". Se trata del primer paso, pero fundamental, para dar salida a la actual crisis de civilización. Ha terminado la guerra fría, pero ha dejado un lastre, harto amenazador, de miles de bombas atómicas que se renuevan continuamente. Ahora que cabe descartar una guerra atómica entre grandes potencias, ha aumentado la probabilidad de que algunos Estados, pequeños o medianos, recurran al armamento nuclear para resolver conflictos regionales; y el peligro sería máximo, si cayese en manos de organizaciones terroristas. El Tratado de No Proliferación de armas nucleares (1968) no ha impedido que el número de países con armamento nuclear haya aumentado, y siga aumentando. El que cinco Estados pretendan mantener el monopolio de las armas nucleares, no sólo se ha mostrado un afán imposible, sino que contradice el mismo tratado que ya preveía la progresiva desnuclearización de las potencias atómicas. No ha funcionado, ni puede funcionar que unos conserven el arsenal nuclear y a otros se les prohíba el acceso. La única forma de evitar el riesgo de una conflagración atómica es eliminar de raíz todas las armas nucleares del planeta, como ha propuesto el presidente Obama, desde la responsabilidad moral del único país que ha arrojado dos bombas atómicas.
La cuestión clave es si este empeño a la larga será factible. Por un lado, tiene que serlo, porque de ello depende la pervivencia de la humanidad; por otro, porque una buena parte de las dificultades que pudieran sobrevenir parecen invencibles. Así la desnuclearización total supondría, por lo pronto, la supremacía absoluta de Estados Unidos, ya que en armas convencionales sobrepasa con mucho a los demás países. Y no sólo los Estados nuclearizados no están dispuestos a perder su posición sino que incluso si todos los países llegaran al acuerdo de eliminar todas las armas atómicas, siempre cabría la posibilidad de un rearme atómico subrepticio.
Del mismo modo que, durante la guerra fría, la "disuasión por el terror" impidió un enfrentamiento bélico, al poner de manifiesto el sinsentido de una destrucción mutua, la necesidad de acabar con una amenaza nuclear podría ser un factor que acelerase la creación de un Gobierno mundial. La mayor amenaza de la humanidad, el armamento atómico, no sólo puede haber eliminado la guerra, al suprimir la posibilidad de que haya un vencedor, sino que podría también contribuir a una gobernanza planetaria, tan imprescindible como urgente.
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