¿Dónde han ido a parar los islamistas?
La novedosa peculiaridad de la primera revolución popular pacífica capaz de derrocar una dictadura en el mundo árabe ha consistido en que no ha tenido nada que ver con el islamismo.
El joven vendedor ambulante tunecino que desencadenó la revuelta al quemarse en público nos recuerda a los monjes budistas vietnamitas en 1963 o a Jan Palach en Checoslovaquia en 1969, unos actos de naturaleza precisamente opuesta a la de las bombas suicidas que son la marca registrada del actual terrorismo islámico.
Incluso en este acto sacrificial no ha habido nada de religioso: ningún turbante verde o negro, ninguna túnica blanca, nada de ¡Alá Akbar!, nada de llamamientos a la yihad. Se ha tratado, por el contrario, de una protesta individual, desesperada y absoluta, sin una palabra sobre el paraíso o la salvación. En este caso el suicidio era el último acto de libertad dirigido a avergonzar al dictador y a instar a la gente a reaccionar. Era un llamamiento a la vida, no a la muerte.
La nueva generación árabe no está motivada por la religión, sino por conseguir la democracia
En las sucesivas manifestaciones en las calles, no se invocó un Estado islamista, ni los manifestantes se pusieron sudarios blancos frente a las bayonetas, como en Teherán en 1978. Ninguna referencia a la sharía ni a la ley islámica. Y, lo más sorprendente, ningún "¡abajo el imperialismo de Estados Unidos!". El odiado régimen era percibido como indígena, como el resultado del miedo y de la pasividad, y no como la marioneta del neocolonialismo francés o norteamericano, a pesar del refrendo que había obtenido por parte de la élite política francesa.
En vez de ello, los manifestantes pedían libertad, democracia y elecciones con pluralidad de partidos. Dicho sencillamente, querían verse libres de la cleptocrática familia gobernante ("¡dégage!", o sea "¡despeja!", ha sido la popular expresión francesa utilizada como consigna).
En esta sociedad musulmana nada se ha puesto de manifiesto acerca de "un excepcionalismo islámico". Y, al final, cuando los líderes islamistas reales han vuelto de su exilio en Occidente (sí, estaban en Occidente, no en Afganistán ni en Arabia Saudí) estos, como Rachid Ghanuchi, han hablado de elecciones, Gobierno de coalición y de estabilidad, al tiempo que mantenían un bajo perfil.
¿Han desaparecido los islamistas?
No. Pero, al menos en África del Norte, muchos de ellos se han convertido en demócratas. Es verdad que grupos marginales han seguido la senda de una yihad global y nómada, y que vagabundean por el Sahel en busca de rehenes, pero no cuentan con el apoyo real de la población. Esa es la razón por la que se han ido al desierto.
Sin embargo, esos salteadores de caminos siguen estando considerados por los Gobiernos occidentales como una amenaza estratégica que dificulta el diseño de una política a largo plazo. Otros islamistas sencillamente han dejado la política y se han encerrado en casa para seguir un piadoso y conservador, aunque apolítico, estilo de vida. Al igual que a sus mujeres, le han puesto un burka a sus vidas.
Pero el grueso de los antiguos islamistas ha llegado a la misma conclusión que la generación que fundó el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) en Turquía: no hay tercera vía entre democracia y dictadura. Solamente hay dictadura y democracia.
Este reconocimiento del fracaso del islam político ha coincidido con el talante de esa nueva generación de manifestantes en Túnez. La nueva generación árabe no está motivada por la religión o la ideología, sino por la aspiración a una transición pacífica hacia un Gobierno decente, democrático y "normal". Tan solo quieren ser como los demás.
La revuelta tunecina ayuda a aclarar una realidad respecto del mundo árabe: el terrorismo que hemos contemplado estos últimos años, que es un milenarismo utópico, no proviene de las sociedades reales de Oriente Próximo. Es mucho más fácil encontrar radicales islámicos en Occidente que en estos países.
Naturalmente, el cuadro difiere entre un país y otro. La generación posislamista es más visible en el norte de África que en Egipto o Yemen, por no hablar de Pakistán, que es un país que se derrumba. Pero en todo el Oriente Próximo árabe, la generación que está liderando la protesta contra la dictadura no tiene un carácter islámico.
Eso no quiere decir que no queden grandes desafíos a los que enfrentarse. De hecho, son muchos: cómo encontrar líderes políticos que puedan estar a la altura de las expectativas populares; cómo evitar los escollos de la anarquía; cómo reconstruir los vínculos políticos y sociales que han sido deliberadamente destruidos por los regímenes dictatoriales y reconstruir una sociedad civil.
Pero hay al menos una cuestión inmediatamente suscitada por la revolución tunecina.
¿Por qué sigue apoyando Occidente a la mayoría de las dictaduras de Oriente Próximo incluso cuando esta oleada democrática agita la región? En el pasado, por supuesto, la respuesta ha sido que Occidente ha visto en los regímenes autoritarios el mejor baluarte contra el islamismo.
Esa fue la razón oculta de su apoyo a la cancelación de las elecciones de Argelia en 1990, de que se hiciera la vista gorda con el tinglado de las elecciones egipcias y de que se ignorara lo que los palestinos eligieron en Gaza.
A la luz de la experiencia tunecina ese planteamiento tiene que volver a ser evaluado. En primer lugar, porque esos regímenes ya no constituyen un baluarte fiable. Podrían simplemente desmoronarse en cualquier momento. En segundo lugar, ¿contra qué son un baluarte si la nueva generación es posislamista y prodemocrática?
Del mismo modo que Túnez ha supuesto un momento decisivo para el mundo árabe tiene también que suponer un momento decisivo en la política occidental respecto a la región. La realpolitik de hoy significa apoyar la democratización de Oriente Próximo.
Olivier Roy, profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia, es autor de Holy Ignorance y The Failure of Political Islam. Traducción de Juan Ramón Azaola.
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