La guerra más europea
Por vecindad y protagonismo, tras el precedente balcánico, la de Libia es la guerra más europea. Como en los Balcanes, con la operación aérea y luego terrestre de 1999 para liberar Kosovo, la acción sobre Libia se desencadena solo cuando la opinión pública occidental llega al punto de no retorno de saturación por razón humanitaria.
La buena conciencia europea -y los Gobiernos acaban obedeciéndola- no podía tolerar más masacres en la esquina de casa.
Slobodan Milosevic y Muamar el Gadadi han cometido el mismo error: activar el resorte de esa conciencia bombardeando a su propia gente. Han cometido el mismo engaño, prometer buenas maneras o un alto el fuego, e incumplirlo. Han esparcido similar demagogia contra sus conciudadanos desafectos, a los que llamaron "terroristas", y les han aplicado parecido trato, la limpieza étnica, la persecución, la expulsión o las bombas.
A diferencia de Kosovo, la guerra de Libia es más improvisada. Entonces se maduró tras un año largo de presiones diplomáticas, de sanciones, de calentamiento. Un lapso de tiempo que permitió la concienzuda preparación de las operaciones, primero las aéreas a cargo de la OTAN, y casi tres meses después de "ablandar el terreno" así, con los penosos daños colaterales incluidos, la invasión por tierra.
Había un diseño, una estructura, un mando, un milimetraje. Hoy no es el caso, pero deberá haberlo si se requiere una escalada. No es imposible -ocurrió en Japón durante la II Guerra Mundial, pero con bomba atómica- que solo con una operación aérea se consigan objetivos ambiciosos. Pero si al cabo una operación terrestre resulta imprescindible, conllevará una complejidad mucho mayor de la que presenciamos.
A diferencia pero en mejor, pese a las inquietudes de los aliados árabes (entonces las dudas eran siempre francesas), esta intervención cuenta con todas la bendiciones legales. No es que aquella incumpliera completamente las exigencias del derecho internacional (fue un intermedio entre la guerra del Golfo, que se desarrolló con todos los requisitos, y la de Irak, carente de ellos), pero desde luego los bombardeos se realizaron sin el apoyo del Consejo de Seguridad (Rusia se opuso) y la gran resolución de la ONU no llegó hasta el 10 de junio, dos días antes de la salida de los tanques. La convalidación general fue ex-post.
La estricta legalidad internacional no es solo clave porque distingue (además del agotamiento de las medidas diplomáticas y la proporcionalidad de las medidas) la que es una "guerra justa" de la que no lo es. Algo que influye en la moral. Y que facilita las adhesiones políticas a la alianza que interviene.
A diferencia de lo que ocurrió con Kosovo, en términos europeos Francia está teniendo un protagonismo de primer orden -Sarkozy ha resucitado para bien-, con Alemania detrás, en la sombra, difuminada, como un enano político. Estamos ante una buscada reedición del continuo reequilibraje entre el gigantismo económico alemán, exuberante durante la presente crisis del euro, y la capacidad política francesa, exhibida también desde el poderío militar. No es suficiente. Si Kosovo afianzó el Pacto de Estabilidad de los Balcanes, Libia debe poner las bases para repensar y relanzar el proceso euromediterráneo, que París estropeó.
No sabemos todavía qué más novedades forjará la actual intervención, si se hace bien. Pero sí las que aportó la de Kosovo: catalizó la creación del Tribunal Penal Internacional (1998). Facilitó la primera actuación de la OTAN sobre el terreno de fuego, tras medio siglo de política de disuasión practicada desde los despachos. Incentivó el "pilar europeo" de esa Alianza Atlántica. Ocasionó el primer despliegue militar de Alemania hacia el exterior desde la II Guerra Mundial. Lanzó la política exterior común y la figura de míster PESC. Y plasmó el principio de la "injerencia humanitaria" que intervenciones posteriores casi desnaturalizaron.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.