La guerra de Hugo
Hasta hace unos días el presidente venezolano Hugo Chávez y el colombiano Álvaro Uribe eran los mejores adversarios que cada uno pudiera encontrar. Ambos sacaban provecho político y electoral de la enemistad del otro. El mandatario de Bogotá, porque la misma existencia estruendosa pero básicamente inofensiva de su homólogo de Caracas amueblaba sus eventuales deseos de reelección a un tercer periodo; y el bolivariano porque la cesión de uso de siete bases colombianas a Estados Unidos era un excelente argumento para su antiimperialismo mediático. Pero ya no. Chávez ha roto el equilibrio inamistoso y con sus apelaciones a la guerra contra Colombia la coloca en la posición de potencia agredida, al tiempo que le pega un tiro en el pie a sus propios designios. El líder ecuatoriano Rafael Correa, demostrando una vez más que es sólo chavista de coyuntura, prosigue la reconciliación con Bogotá; el hierático presidente Morales en Bolivia se desmarca de todo propósito belicoso; y hasta España debería huir de cualquier familiaridad innecesaria con el venezolano. Todo ello refuerza a Uribe en su intención de llevar las amenazas del vecino país ante el Consejo de Seguridad.
Bogotá no quiere -aunque no tema- la guerra; la opinión venezolana, tampoco
España debería huir de familiaridades innecesarias con el venezolano
Actor tan bien informado como el ex presidente colombiano Ernesto Samper habla de situación de pre-guerra, y la prestigiosa revista de Bogotá Semana abunda en que todo el mundo en la capital comenta esa posibilidad. El juego venezolano había consistido hasta ahora en atizar el fuego, aunque sólo hasta el grado de incendio de baja intensidad, pero el chavista en jefe, con un panorama electoral para 2010 relativamente sombrío, y un desabastecimiento galopante de la población, ha dado un paso hacia el abismo, y parece cada día más esclavo de sus palabras: "Si quieres la paz, prepara la guerra"; versión local del latinajo si vis pacem para bellum.
Siempre ha cundido afirmar que los dos presidentes se parecen tantísimo; y es cierto que las circunstancias les han llevado a dar soluciones similares -la reelección- a problemas que ambos creen que aquejan a sus países respectivos, así como tampoco les ha sido ajena la costumbre de hablarle a la nación por encima de las instituciones, pero las diferencias no son por ello menos descomunales. En Colombia las instituciones funcionan tanto como en cualquier democracia latinoamericana; unos cuantos malhechores políticos van a la cárcel; el Congreso pelea por sus prerrogativas y la Prensa no tiene que pedir perdón por existir. Todo ello experimenta, en cambio, una fuerte recesión en Venezuela, quizá camino del totalitarismo light, como predijo la gran voz de la oposición venezolana, Teodoro Petkoff. La complementariedad entre ambos sólo era funcional. La verdadera relación es la presente.
¿Espía Bogotá, como Chávez afirma, a Caracas? Todos los países, aun aliados y sobre todo limítrofes, se informan unos de otros a través de los llamados servicios de inteligencia, por lo que mal iríamos que Venezuela y Colombia no observaran esa precaución. ¿Alberga Uribe planes de magnicidio contra su homólogo? Absurdo total; porque, aparte de que eso ya no se hace, ¿con qué fin iba a privarse de un rival multiuso como el bolivariano?
Las acusaciones de Bogotá, diferentemente, se alzan sobre bases mucho más sólidas. Aunque el contenido de los ordenadores de Raúl Reyes, el jefe de las FARC abatido en territorio de Ecuador por fuerzas colombianas, haya sido vendido con florida escenificación por Bogotá, cuesta dudar de sus revelaciones. ¿Quién puede seriamente sostener que el chavismo no haya protegido, financiado y acogido a la guerrilla colombiana?
La situación creada por la desmesura del líder venezolano es sin duda preocupante, pero también perfecta para que el presidente brasileño Lula exulte como mediador. Por ello se propone oficiar una ceremonia de acercamiento entre los dos países en la cumbre del 26 de noviembre en Manaos, prevista, sin embargo, para tratar del clima, meteorológico, no político. Y si Chávez no ha perdido el mundo de vista se prestará al apaciguamiento, lo que no puede sino complacer a Uribe porque, con el espectáculo que está dando su oponente, ya le ha hecho más de media campaña electoral, caso de que la necesite. Colombia, evidentemente, no quiere -aunque no tema- la guerra; la opinión venezolana, excepto el chavismo psiquiátrico, tampoco; y parece casi imposible que Chávez, él solo, aun si quisiera, pueda arrastrar a su país a semejante dislate geopolítico. Las bases militares pueden constituir una afrenta simbólica, pero jamás una amenaza militar. Como la del dramaturgo francés Jean Giraudoux, esta guerra no debería tener lugar.
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