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Columna
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Una crisis anunciada

Sabíamos que antes o después llegaría la crisis, pero, como la muerte, nos pilla siempre de improviso. Keynes ya puso en tela de juicio que el mercado por sí pueda conseguir el equilibrio entre oferta y demanda, tal como a principios del siglo XIX había defendido J. B. Say. El fin del laisser faire se vio corroborado por la crisis de los treinta, experiencia que acabada la II Guerra Mundial dominó la política económica en un largo período de crecimiento y pleno empleo hasta que en 1973 la guerra árabe-israelí cuadriplicó el precio del petróleo. La conjunción de recesión, inflación y desempleo significó el fin del keynesianismo y la inauguración de una nueva época, que bien cabría poner bajo la advocación de Milton Friedman.

Acaba una época, pero nadie está en condiciones de vaticinar los nuevos rasgos de la que está empezando

Se volvió a creer a machamartillo en el mercado, limitando al máximo, no ya la intervención del Estado para recuperar un equilibrio siempre precario, sino que se renunció incluso a la regulación estatal que la mundialización hacía por lo demás impracticable. Justo ahora que la crisis financiera ha puesto punto final a toda una época, importa dejar constancia del enorme crecimiento de estos últimos 30 años, alcanzado gracias a una economía desregularizada y globalizada, pero también el alto precio que han pagado los países más pobres y menos competitivos, así como amplios sectores sociales de los países piloto, con salarios reales en descenso que han visto tambalearse su principal baluarte, el Estado social.

Economistas ilustres y asociaciones progresistas anunciaron a bombo y platillo los peligros que se ciernen con una desregularización generalizada, que las crisis de los noventa en Asia y América Latina ya pusieron de relieve. Pero, mientras que en una actividad se obtengan pingües beneficios, nadie bien colocado está dispuesto a retirarse a causa de los riesgos. Ningún pronóstico se toma en consideración, por bien fundamentado que esté, si se opone a los intereses de los poderosos. Se desecha toda teoría económica que los ponga en entredicho, por lo menos hasta que la crisis haya adquirido tal tamaño que no quepa ignorarla por más tiempo.

Sabemos que acaba una época, pero nadie está en condiciones de vaticinar los nuevos rasgos de la que está empezando. Cada crisis presenta caracteres propios y conlleva consecuencias distintas de las que tuvieron las anteriores. Sirve de poco subrayar coincidencias con la de los años treinta, aunque aquella también empezase en Estados Unidos, arrastrando consigo a la economía mundial. La principal diferencia que hemos de tener muy en cuenta es que al estallar aquélla existía un modelo alternativo, el comunismo soviético, y en Europa la opinión estaba dividida entre los que creían que el capitalismo había llegado a su fin y los que estaban dispuestos a defenderlo, aunque para ello fuese imprescindible demoler el Estado democrático.

Si la crisis de los treinta polarizó la lucha social entre comunismo y fascismo, después del fracaso rotundo del socialismo real, pocos se atreven hoy a vincular la crisis con el capitalismo, ni mucho menos a prever su pronta desaparición. Los mismos que postularon que el mercado se bastaba a sí mismo son los encargados ahora de poner en marcha políticas estatales, es decir, a cargo del erario, volviendo al viejo principio, consustancial con el sistema, de que las ganancias son privilegio de unos pocos, pero las pérdidas hay que cargarlas sobre las espaldas de todos.

Como no se percibe alternativa al sistema de producción existente, su desplome se considera una catástrofe que habría que impedir a cualquier precio. Cierto que el capitalismo se distingue por una enorme capacidad de producir riqueza, pero también por depredar el planeta y, sobre todo, por una desigualdad creciente que desmantela las estructuras sociales establecidas. El mundo que resulte traerá consigo vencedores y vencidos, pero no cambios sustanciales en el modo de producir y sobre todo de repartir la riqueza. En todo caso, la peor secuela de la crisis de los treinta, la II Guerra Mundial, estuvo en el origen de la hegemonía mundial de EE UU. Tal vez sea prematuro identificar la crisis actual con el fin de la supremacía estadounidense, pero son muchos los indicios en esta dirección.

Tampoco es verosímil que la actual crisis financiera sirva para que nos movilicemos a tiempo ante otras amenazas a la vista, como una nueva catástrofe en una central nuclear, o un enfrentamiento bélico con armas atómicas, debido a la proliferación creciente de estas armas, cuando el único remedio, por utópico que parezca, es la desnuclearización de las grandes potencias atómicas. Thomas Hobbes ya advirtió de que se prohibirían los libros de geometría, para el filósofo el único saber seguro, modelo de todos los demás, si sus proposiciones resultasen contrarias a los intereses de los potentados.

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