Un camino más a la derecha
Siempre hay un camino más a la derecha. O eso parece demostrar la evolución de Israel. El tropismo dextrógiro tiene muchas explicaciones, pero la más convincente de todas es el miedo. Cuando una sociedad consigue convertir el miedo en el aire que respira es inevitable la aparición del síndrome del caracol, que va enroscándose cada vez más dentro de su cáscara hecha de nacionalismo, xenofobia e impavidez ante los sufrimientos ajenos.
El electorado israelí se ha movido bajo la tracción de dos fuerzas: la primera y más potente, la angustia por la seguridad, ha catapultado a Nuestra Casa Israel (Yisrael Beiteinu), el partido de la limpieza étnica antiárabe; la segunda, la de la moderación política, ha colocado a Kadima como mínimo en paridad con el Likud y quizás en cabeza en votos y en diputados. Los electores han podido apostar primero en una subasta de halcones organizada alrededor del ataque a Gaza: Tzipi Livni y Ehud Barak han protagonizado la puja, aunque nadie se llamaba a engaño respecto a la mayor dureza y belicosidad de Netanyahu. Pero en los 20 días transcurridos desde la toma de posesión de Obama, momento en que se completó la retirada de la franja, hasta el día de las elecciones israelíes, tanto Kadima como el Partido Laborista se dedicaron a subastar moderación, algo que ha jugado en detrimento de Barak y de Netanyahu: para duro, Lieberman; pero para la contradictoria mezcla de dureza y moderación, mejor Kadima que los laboristas y por supuesto que Netanyahu.
Los electores han votado a favor de la seguridad frente a la negociación de la paz y el Estado palestino
La victoria del bloque nacional no admite discusión, aunque nadie puede restarle méritos a Tzipi Livni, que ha remontado las encuestas desfavorables de la entera campaña electoral. Pero los electores han votado a favor de la máxima seguridad frente a la negociación de la paz y la creación del Estado palestino, así de claro. Será difícil que el Gobierno se comprometa precisamente en el camino contrario, el que los electores no han elegido. Avigdor Lieberman dice alto y claro, y convierte en programa, lo que todo el centro derecha piensa y casi todos los israelíes a derecha e izquierda sienten en el fondo de sus corazones, salvo un escaso 10% realmente comprometido y preocupado por los palestinos.
Estos resultados electorales, perfectamente previsibles, consagran a Israel como el último reducto neocon, en un mundo que se halla en pleno viraje y se aleja de la ideología hegemónica durante los últimos ocho años de George Bush. Para este conservadurismo israelí que sale reforzado de las elecciones, tienen plena vigencia e incluso adquieren todo el sentido las ideas fundamentales que animaron la última etapa política norteamericana. Los neocons propugnaban la resolución de los problemas de seguridad y de las amenazas terroristas exclusivamente por la fuerza militar, detestaban el multilateralismo y el consenso internacional, sorteaban siempre que podían a la ONU, y se sentían especialmente confortables con la idea del destino manifiesto de Estados Unidos -una forma de providencialismo muy próxima a la de pueblo elegido-, y del excepcionalismo americano, esa peculiaridad histórica a la que muchas naciones se acogen para permitirse aventuras fuera de toda norma.
Su aproximación a la cuestión palestina no podía ser más reduccionista. La paz pasaba por la victoria en su Guerra Global contra el Terror y no daban la menor importancia a la herida que supone el éxodo y la reivindicación palestina para todo el mundo árabe y musulmán. Lo máximo que podían conceder era la desconexión tal como la imaginó Ariel Sharon, una retirada unilateral de una parte de los territorios ocupados, acompañada de la construcción de una valla de alta seguridad y del mantenimiento de numerosos puestos de control y vigilancia en territorio palestino. En estos términos cabía admitir incluso la futura creación de una entidad equivalente a un Estado para los palestinos. Pero Bush la imaginaba como resultado de una negociación bilateral y desigual entre palestinos e israelíes, en la que Estados Unidos no iba a jugar como antaño de árbitro leal ni iba a implicarse a fondo como se hizo en época de su padre y de Clinton.
Todo esto es ya parte del pasado. Por más que se critique a Obama por su simpatía hacia Israel, nada será como antes. La sumisión de Bush a Sharon y a Olmert no tendrá nuevas réplicas. Washington va a implicarse a fondo. Los documentos que se deslizan en la mesa del presidente llevan títulos como el que le ha puesto un think tank liberal: "Restaurar el equilibrio. La estrategia sobre Oriente Próximo para el nuevo presidente" (Brookings Institution). Hay un camino a la derecha, que incluye a Lieberman en el Gobierno, pero lleva una trayectoria de directa colisión con Barack Obama. Por eso sería mejor que esta vez Israel curara su síndrome del caracol y tomara el camino del centro, el de la gran coalición. Quizás será en algún momento el camino de la paz. Quizás, inch'ala.
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