Wikileaks, fuentes anónimas al servicio de la transparencia
Su fundador dice que el material prueba crímenes de guerra
Es una página web que dice servir los intereses de la transparencia, pero que opera en una relativa y conveniente oscuridad. Quienes la gestionan no han revelado con exactitud cómo funciona, quiénes la integran, de qué fondos dispone ni qué criterios emplea para decidir que sus documentos son legítimos. Wikileaks publica, básicamente, envíos anónimos. Cualquier internauta en el mundo puede mandar información clasificada, para que sus administradores decidan si esos documentos son fidedignos y si son merecedores de aparecer en el sitio web.
Así, se ha puesto en evidencia a Gobiernos, se han mostrado masacres en tiempo de guerra y se ha acusado de cinismo a algunos políticos. Hay ya en sus servidores 76.000 documentos, desde los famosos correos del climategate, que demostraron cómo ciertos investigadores habían exagerado los efectos del cambio climático, a vídeos de matanzas de civiles a manos de tropas aliadas en las guerras de Afganistán e Irak.
Hay otros documentos que obran en poder de Wikileaks y no han visto la luz, como 26.000 cables clasificados del Departamento de Estado de EE UU que revelan información crítica para Washington, como estimaciones sobre la marcha en los dos frentes de guerra, enviados por el soldado Bradley Manning, detenido por el Ejército norteamericano. De hecho, según aseguran sus administradores, Wikileaks ha recibido unos 15.000 documentos que ha optado por no difundir.
El sitio web lo fundó en 2007 el periodista australiano Julian Assange. Ayer, en una conferencia de prensa celebrada en Londres, se mostró más como activista que como informador. "Somos de la opinión de que los abusos de la guerra deberían parar", dijo. Luego aseguró que su última revelación, los informes militares de Afganistán, son "equivalentes en importancia a los papeles de la Stasi" (la policía secreta de la Alemania oriental). Fue más allá: afirmó que en ese material "parece haber pruebas de crímenes de guerra". Y pidió cambios militares y políticos: "Cambios en cómo se juzga la guerra".
Aparte de su activismo, Assange ha hecho patente su dominio de las relaciones públicas. Hace semanas, Wikileaks les filtró los documentos a tres medios: los diarios de Reino Unido y EE UU The Guardian y The New York Times, y la revista alemana Der Spiegel. Según el primero de estos medios, no hubo pago alguno por la información. La única condición era que no publicaran nada sobre el asunto hasta el domingo. Tras esa fecha, Assange compareció ante los medios y arrojó más luz sobre cómo funciona y qué necesita su organización, que opera bajo una matriz bautizada como Sunshine Press. Carece de una oficina. No tiene asalariados. No dispone de más servidores que los de su página web.
Assange estimó en el pasado que el coste de mantener esa maquinaria en marcha ronda los 200.000 euros anuales, que provienen principalmente de donaciones de ciudadanos individuales. Para mantener la empresa necesitaría unos 600.000. Wikileaks no acepta dinero de Gobiernos o empresas privadas.
Para asegurarse las inversiones necesarias, Wikileaks ha firmado acuerdos de exclusividad. En Alemania lo hizo, por ejemplo, con las empresas de comunicación Heise y Stern. Y Assange no descarta establecer un sistema de subasta de la información, para vendérsela al mejor postor, para que sean los medios los que decidan su valor. Lo intentó ya en 2008, con unos 7.000 mensajes de correo electrónico escritos por el embajador venezolano Freddy Balzan, que se suponía iban a arrojar luz sobre diversas decisiones polémicas de Hugo Chávez. La prensa venezolana no pujó por ellos, Wikileaks los hizo públicos de forma gratuita y la información que revelaron quedó registrada en Internet con más pena que gloria. Aquello demostró que lo que es material valioso a ojos de un activista puede carecer de todo interés.
En 2009, Amnistía Internacional les concedió su premio internacional por unos documentos que revelaron ejecuciones sumarias en Kenia. Y un año antes, la revista The Economist le concedió su premio a los Nuevos Medios.
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